domingo, 3 de noviembre de 2013

Abajo, siempre abajo...


La vida se me daba de puntillas,
en tensión permanente por alzarme,
por saltar sobre mí, por encumbrarme,
y atravesar el techo de mi horizonte angosto,
y romper con el cerco estrecho de mi mundo.
La vida se me daba de puntillas…

Pequeño como soy, trataba de elevarme.
Dejar atrás esta corta estatura,
esta vista raquítica,
estos sueños sin alas,
este andar todo el día de tejas para abajo,
velando vanidades, urdiendo necios planes,
las manos enredadas en el dinero ajeno,
el pensamiento preso en fútiles asuntos.
Todos viéndome siempre empecatado,
olvidados de mí y de mis deseos.
Nadie sabiendo de esta esperanza mía,
de este pecho en tensión, inquieto, peregrino,
de este corazón manchado y malherido,
–¡manchado, sí!–
que quiso descubrirte…

La vida se me daba de puntillas.
Encaramado a todo, asido a nada.
Buscando entre la niebla el suelo firme,
la tierra virgen de un camino abierto.
Queriéndote, Señor, aun sin saberlo…
Y yo, que todo siempre lo escalaba,
un día más me icé.
Más allá del gentío vocinglero,
más allá de mis miedos y mis cosas.
En la higuera sagrada de tu sagrado pueblo,
en esa higuera seca que maldijiste un día
y que nunca –¡nunca!– llegaste Tú a talar…
En la higuera bendita de tu paciencia inmensa,
colgado como el fruto que sólo Tú veías...
En esa higuera amada, allí te conocí…


Blandí mi corazón porque te ansiaba.
Por verte a ti, Señor, a todo me subí.
Y Tú, que no sabías de mi interior anhelo
ni de tantos intentos por empinar mi suerte,
Tú me amaste en lo alto,
donde andaban mezclados deseos y soberbias.
Te hospedaste en mi casa,
donde habitaban juntos trabajos y egoísmos.
Desarmaste el esfuerzo que no nace del don.
No fueron mis ascensos. Fue tu amor abajado.
Tú, Señor, me quisiste al verme enaltecido,
mas me soñabas, Cristo, del todo arrodillado…

Y recogimos juntos las brevas de las ramas
para endulzar las mesas que probaron mi hiel.
Aunque nadie entendiera,
aunque nadie creyera,
aunque pocos quisieran ahora mi perdón…
Ya todo era distinto: Tú venías.
Ya no andaba la vida de puntillas.
Ya mis pies hollaban un sendero,
una vereda abierta por tu estela.

A tu modo, Señor, al bies de tu paciencia.
Donde nadie pensaba que todo cambiaría.
Como fruto tardío del yermo y de la estepa,
de la inútil higuera que todavía espera
sin que nadie la vea, en medio de nosotros…
Menos Tú, que la miras con amor infinito
y los pocos que tratan de mirar como Tú.

Abajo, siempre abajo,
en la más alta vida,
donde caen de rodillas las lomas, los oteros,
donde te voy siguiendo, Señor, te voy siguiendo,
donde te voy queriendo,
donde me ves, Amor…

Amén.



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