Todo
tiene, Señor, su fondo azul marino,
su entraña insobornable,
su íntimo temblor.
Los árboles, sus nidos;
el nido, su calor.
La ciudad, sus hogares;
el hogar, su
jergón.
Las cumbres, sus abismos;
el abismo, su hondón.
El mundo, sus bellezas;
lo bello, su color.
La iglesia, su sagrario,
el sagrario, tu Don.
El día, sus
mercedes;
la merced, tu Pasión.
La noche, sus dolores;
el dolor, tu Rincón.
El
hombre, sus hermanos;
el hermano, perdón.
El hombre, tu llamada;
la llamada, tu
Amor.
Los arroyos, su fuente;
la fuente, un borbotón.
La vida, su misterio,
el
misterio, tu Voz.
Todo tiene, Señor, su fondo azul marino.
Todo tiene su sima,
su seno, su matriz.
Pero todo también su juego descarado,
su oleaje de espuma,
su
huera vanidad.
Vientos despreocupados que gobiernan veleros,
brillos de
superficie que ciegan claridades.
Quiero, Señor, asirme, y nada se mantiene,
perdura
para siempre
su incesante vaivén.
¡Señor, que avanzan juntos,
que danzan al
compás!
¿Quién puede separar las olas de su fondo,
el templo de sus piedras,
las
chispas del fogón?
¿Cómo permanecer en lo que permanece?
¿Cómo guardar el vuelo
y olvidar el fulgor?
En todos los amores, ¿quién hollará el Amor?
En todos los
deseos, ¿quién te hallará, mi Dios?
Todo tiene, Señor, su fondo azul marino,
su
entraña insobornable,
su íntimo temblor.
Tú, que viniste al reino donde todo se
esfuma
urdiendo un Reino nuevo que nunca acabará.
Tú, que aceptaste hablar entre
palabras huecas,
volviéndote Palabra que nunca pasará.
Tú, que sigues llegando
en todo y a través
de todo cuanto queda, más allá, más acá...
Dame, Señor, la
gracia de habitar en el fondo,
el fondo azul marino, el venero abisal.
Donde el
agua de mar
—que somos, que seremos—
encuentra
agua de Fuente
—que eres, que serás—.
Donde la vida eterna,
el fondo de los
fondos,
se intuye, ¡ya se intuye!,
comienza a alborear.
Amén.
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