sábado, 16 de abril de 2011

Misioneros aPASIÓNados...

     Comienza la Semana Santa. En muchos sentidos, estos días se convierten para esta comunidad en los más intensos del año. Por toda la densidad de que están preñados y por cómo tratamos de vivirlos por dentro y por fuera. Esta joven comunidad de jóvenes aprendices de misioneros se abre, se dispersa, se esponja, se entrega, se multiplica. Y, a la vez, se interioriza, se reune, se concentra, se cuida, se unifica. Reegan, Gilles y Didier vivirán estos días como misioneros en algunos pequeños pueblos de Segovia, tratando de animar las celebraciones y la vida de los mismos con un grupo de jóvenes laicos. Franklin, Emmanuel, Peter, Gabriel y Denis participarán -también con algunos laicos- en una Pascua contemplativa, tratando de entrar en la adoración de los misterios de Dios a través de la mirada interior y el silencio. Paul Peter y Michael han viajado como misioneros al Reino Unido para pasar estos días con los claretianos que serán sus hermanos de vida y misión en un futuro cercano. Iñaki, Ephrem, Yohanes, Anthony, Josep, Joan, Benjitu y Adri compartirán estos momentos como misioneros con jóvenes de diferentes partes de España, deseando contagiar la alegría de la vivencia auténtica de la fe a las nuevas generaciones. Dion animará como misionero las celebraciones en nuestra iglesia, aquí en Colmenar Viejo. Todos en misión y cada misión de todos... Que el Jesús de los ramos, del cenáculo, del huerto, del camino, de la Cruz y del sepulcro vacío nos acompañe y nos ayude a ser sus testigos desde lo más hondo de cada una de nuestras vidas y desde lo más profundo de nuestra comunidad misionera.

     Deseamos que esta Semana Santa se encienda de nuevo en cada hombre el fuego del Amor de Dios y que podamos ser como estas vidrieras, transparentadas de Cristo y abiertas al mundo, a la gente, al cada día. Que este hermoso poema que ahora compartimos sintonice nuestra vida con la Palabra del Padre, el Hijo y el Espíritu. Y que ellos nos colmen de Agua Viva el Corazón. ¡Feliz Pascua! 



Amor llena mis ojos,
que con amor yo quiero mirar todas las cosas.
Yo sé que si las miro con amor resplandecen:
yo sé que si las miro con amor se me entregan.
Jamás donde hubo amor los mundos se agotaron:
jamás donde hubo amor cesaron las palomas. 


Y nunca sin amor fueron los nidos,
y si el nido no fuera la vida no sería.
¡Oh, qué gozo, los nidos, por tan desamparados!
¡Qué alegría saberlos muy cerca de nosotros,
alzándose en el alba!
¡Qué alegría saberlos! 


Iré dándote, amor, como a río invencible,
y nunca gota a gota, a manantiales.
Llegarás a lo seco:
llegarás a lo árido:
recorrerás la sed viva y eterna


florecerán contigo las raíces
y del surco se dará lleno de vida.
Esmaltarás la tierra ¡toda! sin mesura,
y hasta el rincón más mísero y pequeño
tendrá el amanecer que le otorgaron.

Amor llena mis ojos:
que en la inmensa amapola de tu luz me derrame
sobre el reseco nido, y así los nidos sean.

Ana Inés Bonnin Armstron
  

domingo, 10 de abril de 2011

Quinto domingo de Cuaresma

     
     Lo canta el bolero: Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida... Justo antes de que los judíos acordaran darle muerte, Jesús volvió a Betania. Betania era la luz del mediodía, el pan al sol, la mesa tendida, la conversación despreocupada, las manos que saben abrazar, la puerta entornada, los nombres propios... Betania eran Marta, Lázaro, y María... Les amaba. Con ese amor de la mirada que sólo tenemos con dos o tres amigos. Y quiso volver a aquel viejo sitio donde tantas veces amó la vida.

     Decían que había muerto. Decían también que podría haber hecho algo más para ayudarle. Decían que no había estado a su lado. Que no había llegado a tiempo. Que no le habían visto llorar por él. Pero nadie conocía el movimiento de su corazón, su cálida intimidad ni sus honduras. Nadie entendía que el Amor tiene otros tiempos. Y, sobre todo, nadie podía vislumbrar que en aquella casa a la que Jesús volvía habitaba desde antiguo una Vida capaz contra la muerte. Sólo él sabía que en Betania se había abierto paso un caudal de Vida que podía suavizar las asperezas de esta pobre vida que todos absolutizamos, temerosos del día en que volveremos al polvo. Jesús conocía a sus amigos. Y tenía el corazón  tan persuadido de que entre los cuatro habían aprendido a mirar al sol del mediodía que no le cabía duda: Lázaro había muerto, pero en su muerte había de brillar la luz de esta Vida nueva, el rostro de su Padre. Y quizá algunos pudieran volver la mirada a esta luz del cielo y encontrar su Betania particular a través de este acontecimiento. Por eso caminaba sereno hacia la tumba de su amigo. También hacia la suya propia...


     Para los muchos, sus palabras sonaban a reproche. Pensaban que había salido resentida en busca de Jesús, desbocada por el dolor. "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto"... Pero en aquel encuentro estaba sucediendo el verdadero milagro: ellos, que se amaban, estaban compartiendo sus angustias. ¡Qué torpes somos en las cosas de Dios...! Pensamos que gritarle cuando nos pesa la vida es una falta de fe. Pero no fue así cuando las dos hermanas se encontraron con Jesús. Al gritarle, estaban amándose, acogiéndose, consolándose. Hay que haberse escuchado mucho y en muchas cosas pequeñas para compartir los sufrimientos con tanta desnudez, con tanto amor... Y aunque la fe de Marta necesitaba acrisolarse, como la nuestra, sus palabras estaban cargadas de una esperanza que no es de este mundo...  Estaba preparada para acoger a su Amigo en plenitud, para escuchar su voz -"Yo soy la resurrección"- y fiarse del todo, como lo habían hecho la samaritana y el ciego de Siloé. Porque Marta -la ajetreada y obtusa Marta-, amando a Jesús en su intimidad, había terminado creyendo en el corazón de Dios y, en el momento decisivo, pudo abrirse a la Vida. También Jesús, amando a sus amigos en su humanidad, terminó creyendo en el corazón de los hombres y, en el momento decisivo, pudo abrirse al Dolor. Y pudo entregar la vida hasta el llanto: en Betania, en el Huerto, y -quizá sin lágrimas- en lo alto del Madero.

     Hay que haberse escuchado mucho para confiar. Y esto es cierto también para el Jesús del llanto, siempre a los pies de su Padre, atento a su susurro. De otro modo, quizá no hubiera podido dar su vida, darnos la Vida. Pero Padre e Hijo se habían escuhado mucho y durante muchos años. Es hermoso contemplar a Jesús pronunciando quedo las palabras del salmo: "Desde lo hondo, a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz. Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica... Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra: mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora... Porque del Señor viene la misericordia..." Es hermoso pensar en Jesús ante la losa de su amigo recitando en secreto esta oración, mientras María le enjuga las lágrimas, en una escena preñada de su misterio, de sus entrañas humanas y divinas, de su intimidad con el Padre y con los hombres, de su palabra y su escucha, de su anhelo de la voluntad del cielo y de su búsqueda del bien de la tierra.


     Quizá es este el milagro. Quizá no importe tanto que Lázaro viviera unos años más en esta tierra. Ni que Jesús no pudiera volver ya nunca más a Betania. Ni que los dolores se engarcen  sin fin en esta vida como las cerezas en los cestos de nuestras abuelas. Quizá lo único que de verdad importe es que, en un viejo sitio donde amamos la vida, en el brocal de un pozo, a la vera de un camino o junto a una piscina, podemos escucharnos, fiarnos, amarnos, llorarnos... Y, a la sombra de la Cruz, Vivir para siempre en la Luz que no acaba. Lo canta el bolero: Demórate aquí, en la Luz mayor de este mediodía, donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida... 

sábado, 2 de abril de 2011

Cuarto domingo de Cuaresma

     
     Tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. No le había pedido nada, ni siquiera le había sentido al pasar. No sabía quién era, no le había contado su historia, sus dolores, sus deseos, sus expectativas, sus desesperanzas... Tampoco Jesús había preguntado nada. De repente, lo notó frente a sí. El ciego extendió las manos y esperó, como tantas veces: "sea quien sea, me dará unas monedas y pasará de largo". Alzó un poco más las manos y siguió esperando. Las monedas no llegaron.

     Había nacido ciego y todos siempre le habían tratado como  a un ciego. Él mismo siempre se había visto así.  Un ciego mendiga, a un mendigo se le dan monedas. Pero... ¿Qué había visto él? Más allá de las apariencias, Jesús miraba a un hombre, contemplaba un corazón. Y él tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. Sin decir nada, Jesús tomó tierra: era la misma tierra sobre la que el ciego estaba sentado. La misma sobre la que caminaba cada día. La insignificante tierra cotidiana en quien nadie repara. Él se agachó y tocó la tierra: tocó sin miedo la polvorienta realidad de aquel hombre. La atrajo hacia sí y escupió en ella. Unió aquella tierra con su saliva, consigo mismo. La saliva de sus besos con la suciedad de nuestro suelo. Nuestros pies con su boca. Lo mezló y lo amasó: se mezcló asumiéndonos. Cuando ya no había tierra ni saliva, cuando ya todo era barro -todo nuevo- lo acercó hasta los ojos del ciego y le tocó con suavidad y firmeza.  El ciego quedó paralizado: conocía el frío de las monedas cayendo sobre sus manos, pero nunca había sentido el calor de unos dedos sobre sus párpados. Nadie había tocado su límite, su defecto, su incapacidad, su pecado, su condena... Era como si en el barro de aquel hombre hubiera viento, como si lo arrebatará un vendaval de frescura, como si aquellos dedos estuvieran preñados de Espíritu. Le pareció que era otro; o, más bien, que comenzaba a ser él mismo. Dejó de verse  como un ciego y se atrevió a pensar que quizá fuera un hombre; que quizá hubiera sido creado, como todos, para caminar en la luz. Sin embargo, aún no había claridad en sus pupilas. Jesús lo había hecho todo, todo había partido de su querer, de sus manos: pero no era suficiente...


     Tuvo que salir de la ciudad. Tuvo que fiarse. El barro estaba ya en sus ojos, endureciéndose. Todo lo había recibido sin mérito, sin esperarlo, pero nada que no aceptemos vivamente puede salvarnos. Tuvo que creer que de aquel gesto podría nacer algo. Tuvo que fiarse. Jesús le había mandado más allá de las murallas, a la piscina de los de fuera, de los paganos. En ella el agua se movía mansamente, casi imperceptiblemente: los de dentro decían siempre que estaba completamente estancada, infecunda. Mucho más cerca, en el cogollo de la ciudad santa, había otra piscina: rodeada de cinco pórticos, suntuosa, protegida por la ley. Muchos enfermos confiaban en ella, se apiñaban a su alrededor ansiosos: esperaban que el agua se agitara estrepitosamente para lanzarse inmediatamente a ella y que se obrara el milagro,  a la vista de todos, en medio del alboroto y la vistosidad.

     Jesús quería que se bañase en la piscina de extramuros. En el fondo, le estaba pidiendo un salto de confianza. Hace un momento le había urgido a creer que del barro tosco e inútil podía nacer la luz; ahora, le invitaba a alejarse de la tentación de bañarse en la piscina de lo sobrenatural y lo fascinante para sumergirse en el agua despreciada por los muchos. En verdad, Jesús le estaba pidiendo que creyese que Dios ponía sus manos en lo perdido del mundo; que a él nunca le había asustado su pobreza; que, ante sus ojos, la ceguera no era castigo sino oportunidad: que Dios le amaba. Porque Jesús era el barro luminoso del Padre;  porque sobre el agua de Siloé sobrevolaba el Espíritu Santo... El ciego dio el salto: el Agua y la Luz lo cubrieron por completo...

     Tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. Tuvo que salir de la ciudad. Tuvo que creer en la tierra cotidiana y en el agua inmóvil. Tuvo que pensarse más allá de su ceguera. Tuvo que arriesgarse a dejar su curación en otras manos. Tuvo que fiarse... A su alrededor, algunos quedaron perplejos, otros ya no le reconocían y muchos condenaron al que eligió lo pequeño para salvarle. Pero el ciego se abrió a la fe, se abandonó en sus palabras, se postró ante su amor. Y, como en el primer instante de un inesperado amanecer, todo en él dio a luz...