domingo, 10 de abril de 2011

Quinto domingo de Cuaresma

     
     Lo canta el bolero: Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida... Justo antes de que los judíos acordaran darle muerte, Jesús volvió a Betania. Betania era la luz del mediodía, el pan al sol, la mesa tendida, la conversación despreocupada, las manos que saben abrazar, la puerta entornada, los nombres propios... Betania eran Marta, Lázaro, y María... Les amaba. Con ese amor de la mirada que sólo tenemos con dos o tres amigos. Y quiso volver a aquel viejo sitio donde tantas veces amó la vida.

     Decían que había muerto. Decían también que podría haber hecho algo más para ayudarle. Decían que no había estado a su lado. Que no había llegado a tiempo. Que no le habían visto llorar por él. Pero nadie conocía el movimiento de su corazón, su cálida intimidad ni sus honduras. Nadie entendía que el Amor tiene otros tiempos. Y, sobre todo, nadie podía vislumbrar que en aquella casa a la que Jesús volvía habitaba desde antiguo una Vida capaz contra la muerte. Sólo él sabía que en Betania se había abierto paso un caudal de Vida que podía suavizar las asperezas de esta pobre vida que todos absolutizamos, temerosos del día en que volveremos al polvo. Jesús conocía a sus amigos. Y tenía el corazón  tan persuadido de que entre los cuatro habían aprendido a mirar al sol del mediodía que no le cabía duda: Lázaro había muerto, pero en su muerte había de brillar la luz de esta Vida nueva, el rostro de su Padre. Y quizá algunos pudieran volver la mirada a esta luz del cielo y encontrar su Betania particular a través de este acontecimiento. Por eso caminaba sereno hacia la tumba de su amigo. También hacia la suya propia...


     Para los muchos, sus palabras sonaban a reproche. Pensaban que había salido resentida en busca de Jesús, desbocada por el dolor. "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto"... Pero en aquel encuentro estaba sucediendo el verdadero milagro: ellos, que se amaban, estaban compartiendo sus angustias. ¡Qué torpes somos en las cosas de Dios...! Pensamos que gritarle cuando nos pesa la vida es una falta de fe. Pero no fue así cuando las dos hermanas se encontraron con Jesús. Al gritarle, estaban amándose, acogiéndose, consolándose. Hay que haberse escuchado mucho y en muchas cosas pequeñas para compartir los sufrimientos con tanta desnudez, con tanto amor... Y aunque la fe de Marta necesitaba acrisolarse, como la nuestra, sus palabras estaban cargadas de una esperanza que no es de este mundo...  Estaba preparada para acoger a su Amigo en plenitud, para escuchar su voz -"Yo soy la resurrección"- y fiarse del todo, como lo habían hecho la samaritana y el ciego de Siloé. Porque Marta -la ajetreada y obtusa Marta-, amando a Jesús en su intimidad, había terminado creyendo en el corazón de Dios y, en el momento decisivo, pudo abrirse a la Vida. También Jesús, amando a sus amigos en su humanidad, terminó creyendo en el corazón de los hombres y, en el momento decisivo, pudo abrirse al Dolor. Y pudo entregar la vida hasta el llanto: en Betania, en el Huerto, y -quizá sin lágrimas- en lo alto del Madero.

     Hay que haberse escuchado mucho para confiar. Y esto es cierto también para el Jesús del llanto, siempre a los pies de su Padre, atento a su susurro. De otro modo, quizá no hubiera podido dar su vida, darnos la Vida. Pero Padre e Hijo se habían escuhado mucho y durante muchos años. Es hermoso contemplar a Jesús pronunciando quedo las palabras del salmo: "Desde lo hondo, a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz. Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica... Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra: mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora... Porque del Señor viene la misericordia..." Es hermoso pensar en Jesús ante la losa de su amigo recitando en secreto esta oración, mientras María le enjuga las lágrimas, en una escena preñada de su misterio, de sus entrañas humanas y divinas, de su intimidad con el Padre y con los hombres, de su palabra y su escucha, de su anhelo de la voluntad del cielo y de su búsqueda del bien de la tierra.


     Quizá es este el milagro. Quizá no importe tanto que Lázaro viviera unos años más en esta tierra. Ni que Jesús no pudiera volver ya nunca más a Betania. Ni que los dolores se engarcen  sin fin en esta vida como las cerezas en los cestos de nuestras abuelas. Quizá lo único que de verdad importe es que, en un viejo sitio donde amamos la vida, en el brocal de un pozo, a la vera de un camino o junto a una piscina, podemos escucharnos, fiarnos, amarnos, llorarnos... Y, a la sombra de la Cruz, Vivir para siempre en la Luz que no acaba. Lo canta el bolero: Demórate aquí, en la Luz mayor de este mediodía, donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida... 

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