sábado, 24 de diciembre de 2011
domingo, 18 de diciembre de 2011
viernes, 16 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 18 de diciembre de 2011 Cuarto domingo de Adviento
...CON NOSOTROS PARA SIEMPRE...
"¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!"
[S. Juan de la Cruz]
No donde se le esperaba. No a la vista. No en el centro. No en un hombre. No en público. No en el templo. No en Jerusalén. No. No como se le esperaba. Sin estrépito. Sin clarines ni timbales. Sin publicidad. Sin imposición. Sin réditos ni méritos. Sin arrollar la libertad del corazón. Sin prisa. Sin ahorrarnos el sudor y la fatiga. Sin cubrirnos de temores y de espantos. No. No para quien la esperaba. No sólo. No sólo para Zacarías. No sólo para sacerdotes y letrados. No sólo para el Bautista. No sólo para el judío. No sólo para el cumplidor. No sólo para el recto. No sólo para el hijo mayor. No sólo. No. Así es nuestro Dios: vino cubierto de noes buscando un sí.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.
Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.
Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
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Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
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Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
domingo, 11 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 11 de diciembre de 2011 Tercer domingo de Adviento
YO NO SOY...
Con
frecuencia las presencias nos resultan ajenas, lejanas, previsibles, conocidas,
insípidas, asépticas. Y no es extraño: vivimos rodeados de realidades, de
experiencias, de gentes, de idas y venidas que asumimos como naturales, que
rara vez nos interpelan profundamente, que no nos abaten los supuestos sobre
los que construimos la vida, que solo de vez en cuando nos abren mundos nuevos;
en una palabra, que rara vez nos cambian. Con todo, existen personas ante cuya
presencia el instante se queda en vilo; y nosotros, prendidos en el instante. Las
más de las veces estas personas no nos piden nada, no nos exigen nada, pero su
solo estar con nosotros nos inquieta, nos despierta, nos requiere, nos devuelve
a aquella incertidumbre vital primera desde la que podemos emprender el camino
de forma renovada. Siempre me han impactado, por ejemplo, las imágenes de Madre
Teresa con los mandatarios y poderosos de este mundo. El contraste resultaba
brutal: ¿qué hacía aquella mujer menuda y encorvada, cuajada de arrugas,
cubierta con un simple sari blanco de algodón, al lado de aquellos hombres de
rostro sonrosado pero frío, enfundados en trajes impolutos, recién estrenados,
primorosamente planchados? Enseguida uno entendía que la de aquella mujer que
saludaba amablemente al presidente o entraba en sandalias en la Asamblea
General de las Naciones Unidas no era una presencia más. Y que, al menos
durante unos momentos, el colchón de seguridades sobre el que se movían todos
aquellos hombres se había desvanecido. Con su sola presencia, una humilde mujer
les había puesto suavemente en su lugar, había sacudido la arrogancia de sus
hombros y les había devuelto misteriosamente una dignidad que parecía perdida
entre tantas palabras hueras. Con su presencia, les había devuelto a la Vida;
con su voz, les había traído la Palabra.
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Nada sabemos de lo que compartieron, de lo que se dijeron. Pero una cosa parece
incuestionable: los deseos de salvación que Juan albergaba en su seno, la
rectitud de los caminos que había trazado y la anchura de su corazón eran
hondos y sinceros. Sólo desde un corazón realmente abierto y anhelante podría
un hombre como él —recio, fuerte, decidido, clarividente— aceptar, con la sola
presencia de otra persona, que la Verdad no moraba en él completamente, que no
poseía todas las respuestas, que Dios era un misterio que se le escapaba, que
detrás de él venía alguien más grande, que hay correas para las que su mano
encallecida resultaba torpe. Con la sola presencia. Porque —he aquí lo más
asombroso— Juan no conoció al Cristo de las bienaventuranzas, ni al Jesús de
los caminos, ni al Amigo de Betania, ni al Siervo de la Cena, ni al Hombre de
la Cruz. No pudo ver cómo este hombre nuevo se convertía paso a paso en Buena Noticia
para los sufrientes, cómo vendaba los corazones desgarrados, cómo destruía las cadenas
de la esclavitud, cómo se desbordaba la gracia por sus manos. No pudo
conocerlo, pero lo ansiaba tanto y tan hondamente que supo reconocerlo. No pudo
ver «el Sol que nace de lo alto», pero se dejó iluminar por sus primeros rayos:
como el que, contemplando las tenues pinceladas de color que tiñen el horizonte
al alba, descubre emocionado que está cerca la luz radiante de mediodía. Al
lado de este Jesús que apenas había empezado a desvelarse, Juan se dejo alumbrar, aprendió a ser quien era. Pudo decir con honestidad esperanzada: «Yo
no soy». Yo no soy. Qué hermoso caminar desde esta pobreza radical que se sabe
a sí misma pero que no anula por ello la ilusión ni la capacidad de vivir
activamente. Qué hermoso dejar entrar en nuestra casa una luz que nos devuelve
a la verdad. Que nos hace intuir sutilmente que no somos la medida de todas las
cosas. Que no somos la puerta ni la Buena Noticia. Que no somos el Maestro ni
el Pastor. Que no somos la Luz. Que no somos la Palabra. «Yo no soy». Y, desde
la frágil y alta verdad de lo que somos, qué hermoso seguir bautizando en el
Jordán de cada día, seguir trabajando en el mismo desierto cada jornada, seguir
orando por quienes se acercan a nosotros, seguir conversando con los que desean
que se cumplan las promesas, seguir viviendo en permanente conversión. Qué
hermoso pensar que a nuestro lado hay Alguien que no terminamos de conocer,
pero cuya presencia nos capacita para ser discípulos, para ser fanal, para ser
anuncio, para ser testigos, para ser voz. Como capacitó al Bautista, a María,
como nos puede capacitar a ti y a mí si lo buscamos con alegría, si lo
anhelamos con todo el corazón. Con su sola presencia, Jesús puso suavemente a
Juan en su lugar, en la alta dignidad del que aprende a amar el puesto que Dios
le ha dado en su mesa.
Desde
las primeras horas del día, cae una niebla densa sobre Colmenar Viejo. Hay
quien diría que el sol no existe, que todo sigue igual en este mundo gris de
idas y venidas, que los candiles mienten apuntando a la Luz. Quizá en este
invierno frío se ausente muchos días el sol de mediodía. Con todo, dejadme
levantarme para ver amanecer, dejadme convertirme en farol al albor de esta
presencia que abre tantos mundos. Hay quien diría que sólo somos niebla: yo he
visto brotar semillas en el jardín y dibujarse trazos anaranjados en el horizonte de mi
corazón…
«La cantidad de mundos
que con los ojos abres,
que cierras con los brazos.
La cantidad de mundos
que con los ojos cierras,
que con los brazos abres».
[Miguel Hernández]
domingo, 4 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 4 de diciembre de 2011 Segundo domingo de Adviento
AMOR QUE ALLANA...
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Y si
los hombres somos capaces de amar a quienes esperamos con una sencillez tan
honda, ¿cómo no nos estará esperando el Buen Pastor? Él, que nos tiene
paciencia, que ansía consolarnos, que apacienta a su rebaño, que toma en los brazos
a los corderos, que hace recostar a las madres…
jueves, 1 de diciembre de 2011
Estoy a tu puerta y llamo...
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Hay puertas anchas y estrechas, altas y bajas, resistentes y delicadas, macizas y transparentes, de par en par y entornadas, también algunas cerradas e incluso giratorias... ¿Cómo es mi puerta, Señor? ¿Cómo puedo hacerla más propicia a tu venida? Y, sobre todo, ¡qué hermoso es saber que no hay dintel que te sea ajeno, que no hay tranquera que te resulte extraña, que -sea como sea nuestra estancia- siempre estás a la puerta y llamas...!
"Como no sé cuándo llegará el amanecer,
abro todas las puertas"
[Emily Dickinson]
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