domingo, 27 de marzo de 2011

Tercer domingo de Cuaresma

    
     Algunos textos de la Biblia nos llenan de inmediato el corazón de palabras; otros, nos lo vacían por completo de ellas. Y hay algunos que ni nos quitan ni nos ponen, sólo nos dejan de rodillas y en silencio. Así ocurre con este Jesús personal y trascendente, directo y delicado, terreno y espiritual esperándonos al borde de un pozo cualquiera en Sicar. ¿Qué decir ante un hombre que decide sentarse en los bordes de nuestras cotidianeidades, en los pozos que frecuentamos en el trajín diario tan intrascendente? ¿Cómo hablar ante un hombre que tiene una fuente en su seno y, sin embargo, se arriesga a sentarse en los bordes de tantos pozos  inciertos a los que recurrimos sin descanso, equivocadamente, para saciar nuestra sed? ¿Qué responder ante un hombre sin temores que se sienta en la frontera de nuestras enemistades y nuestras quejas para hacer de ellas el lugar de una cita íntima de Amor con el Dios vivo? Jesús, el hombre sentado al borde del pozo de todo lo vano y lo trivial de nuestro día a día para decirnos que, aunque nadie parezca esperar nada de nosotros, él acepta el agua -pobre agua- que está a nuestro alcance. Y la desea...


     Benditos bordes. Bendita paciencia. Bendito derroche. Lo banal convertido en trascendencia. Sólo alguien cómo él podía conseguirlo. Hablar con la mujer en su lenguaje, una conversación baladí, casi gris: un poco de agua, tres o cuatro preguntas sin importancia, murmuraciones de pueblos enfrentados... Y no rehuye nada, porque en todo se puede dar un salto: lo anodino es puerta de hondura. Aunque nos resistamos, aunque volvamos continuamente la mirada -tan pragmáticos como somos- del cielo a la tierra: pero si tú no tienes cubo y el pozo es  profundo... Bendita paciencia que todo lo moldea. La puerta termina por abrirse, la mujer deja el pozo de Sicar y busca en el pozo de su corazón, a cuya vera Jesús se encuentra desde el principio. Benditos bordes. Esto es lo único que pide: que le dejemos sentarse en el brocal de este otro pozo. Todo lo demás es don. Desde aquí, Jesús entra en los dolores de esta mujer de puntillas, acoge su necesidad de ser querida, su fracaso en el amor, su su historia, en su sed. Y todo se derrama. Porque no hay medida en el amor de este hombre. Porque la medida del amor es ser sin medida,  como decía aquel sabio sediento. Bendito derroche. Nunca más tendrá sed. Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. En espíritu y en verdad. Soy yo, el que hablo contigo. Buscábamos el agua simple de cada día: nos ha crecido una torrentera en las entrañas. Desproporcionado. Desmesurado. Puro Espíritu Santo.
     La mujer vuelve a su vida. Deja el cántaro insignificante con que pretendía abastecerse, porque se ha convertido ella misma en manantial. Y apenas dice nada. No se encierra en su casa, como todos los días: camina suavemente hacia la plaza. Los suyos ven sus ojos. Ella no es la fuente viva, pero todo en ella rebosa, se desborda. Y de este encuentro samaritano, sin más mensaje que el de un rostro de mujer, surgen otros muchos viajes hacia el pozo de Sicar, donde él nos espera...

     Dicen que Catalina de Siena llegó siglos después al pozo de su corazón. Allí había un hombre sentado en el brocal: ella empezó a hablarle de su pan de cada día, pero sus campos ya estaban dorados y escuchó estremecida: Hazte capacidad y yo seré torrente...

1 comentario:

  1. La refelxión es preciosa, real y muy original.Realmente este agua que brota del corazón de Jesús nos ha sido dado en la Cruz sacramentalmente. Gracias!!!

    ResponderEliminar