Queridos amigos:
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¡Y qué admirablemente se ha manifestado el señorío de Dios sobre la tierra, el Universo, y el cielo como medida del tiempo, de la historia! La omnipotencia y la gracia de Dios no sólo obraron sobre la naturaleza caída, restaurando su primigenia integridad, sino también lo hicieron en contra del tiempo, en virtud de la Redención futura. ¿No obrará de igual modo sobre nosotros el reino de Dios, la realidad advenidera por excelencia, desafiando el vínculo causal? Como María, la primera discípula de Cristo, se hizo el primer destello de la Redención incluso antes de la Resurrección, asimismo es la Iglesia la primicia del Reino, aun antes de la “recapitulación de todos en Cristo”.
La Inmaculada concepción nos ayuda a comprender más profundamente la predestinación divina. María fue y sigue siendo una criatura de Dios que ha recibido como don, sobre todo, la libertad, no ilusoria y predecible, sino libertad auténtica. Ofreciéndole como don el estar absuelta del pecado original, Dios no le quitó a ella, como ni a Eva en el jardín de Edén, la posibilidad de contestar con rehúso a la llamada de Dios, a pesar de todas las horríficas consecuencias de tal negación: todo hubiera perdido su sentido. En el momento decisivo de la Anunciación la Creación entera estuvo en Sus frágiles manos de doncella. Fue encuentro de dos libertades, nunca privada de riesgo, y Dios aceptó este riesgo por completo, se fio del hombre, y el hombre, la joven María, respondió a la fe de Dios con la misma confianza incondicional. Con el “Hágase” mariano, el “Fiat, la obra de la Redención entró en su fase definitiva. Carente de omnisciencia, no podía conocer todos los caminos del Señor, no siempre comprendía los designios de Su Hijo, a veces experimentaba inseguridad, asaltada por la duda, pero Su respuesta siempre ha sido un confiado hágase: yendo a por Él al Templo, buscándolo en Galilea, contemplando su muerte de cruz, nunca con su voluntad puso óbice a la Voluntad de Dios – de ahí que su presencia en los Evangelios sea tan silenciosa, tan abnegada, tan invisible, y sin embargo, tan patente a los que saben sentir. María “completó en su carne lo que falta a las pasiones de Cristo”: los miedos, las dudas, el dolor de la pérdida, la impotencia…
Solo una persona puede ser agraciada por la Redención. La redención de María desde el momento de su concepción inequívocamente nos indica a lo inhumano que sería apartar el surgimiento del hombre como persona del momento de la concepción hasta incluso el momento del parto, vinculando la dignidad del hombre con sus capacidades y habilidades y no con su íntima esencia, en tentativa de justificar las vías fáciles de desembarazarse de la súbita responsabilidad.
La amistad con María, la Inmaculada, me fortalece en los momentos cuando me falta la sabiduría para discernir la Voluntad de Dios, se me hace fuerza cuando la abundancia de dones me supone una responsabilidad demasiado grande para mi pequeñez. El apacible hágase me recuerda que “ya no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí”, que no conviene con excesivo esfuerzo estorbar la obra de la gracia siempre eficaz, que mi humilde papel no es más que “preparar los caminos”.
¿Y qué lugar ocupa la Inmaculada Concepción en la vida espiritual tuya?
Denís Malov, cmf
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