Pronto
empezó a brillar tu luz, Señor,
Sol de mediodía.
Aquella luz manada del portal,
crecida en el hogar,
luz de las gentes.
Y pronto se escapó por las ventanas
en
busca de los pueblos,
sedienta de caminos.
A orilla de los mares llegó tu luz, Señor,
al borde los lagos.
Al pie de las colinas,
entre campos de olivos.
En la regia
ciudad,
en el rincón perdido.
En medio del oficio y la faena,
en el brocal del
pozo
y en la arena.
El Sol de mediodía hoy ha arribado,
cruzando el tiempo
eterno,
brincando por los siglos.
Has venido, Jesús, hoy has venido.
Señor de
toda luz. Luz en camino.
No hay orilla ni lago. No hay monte. No hay aprisco.
No hay
ciudad ni rincón.
No hay redes.
No hay olivos.
No hay nada que detenga tu
designio,
tus ojos encendidos en los míos.
Y abandonar la barca cotidiana,
el
aparejo viejo y conocido,
estas aguas de siempre,
este lebrillo.
El tímido candil
para mis noches
y todo lo aprendido.
Y abrazar la esperanza
de una luz para
siempre,
de tu Luz para siempre
en mi talega.
Como sendero raso,
como mantel
tendido,
como sol en cascada
por los riscos.
Como luz que se asoma
por todas las
riberas.
Me llamas en el sol, Señor;
en sol te llegas.
¡En la redonda luz
de tu presencia,
lleva mi corazón por tu alegría,
mi amor por tus veredas!
Amén.
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