jueves, 24 de noviembre de 2011

Comentario al evangelio 27 de noviembre de 2011 Primer domingo de Adviento


EL INSTANTE...

     Existe ese instante: y llega. A veces nos parece imposible, impensable, incierto, inalcanzable, inmerecido, inasible, indescifrable. Pero existe. Y llega. No es aleatorio ni caprichoso. No depende de una alineación de planetas en el cielo ni de una confluencia de circunstancias favorables aquí en la tierra. No podemos decir cuándo arribará el instante, cuándo irrumpirá el momento. No está en nuestras manos. O al menos no del todo… Y, sin embargo, llega.

     Jesús nos dice: “Vigilad”. Y este domingo las homilías se llenarán de palabras —ojalá sea así— que tratarán de ayudarnos a comprender cómo vivir la actitud evangélica de la vigilancia, de la espera activa, de la amorosa atención a la que estamos llamados. Y haremos bien en escuchar todas estas palabras y en acoger en nuestro camino toda la hondura de un corazón en vela. Con todo, permitidme dar un paso atrás, consentidme suspender por un momento el mensaje y contemplar al Cristo; dejadme fijar la mirada en los labios de Jesús, en Jesús mismo. Abridme las puertas del instante…

     Se alza en mis adentros una pregunta como se alza de pronto el niño sobre la cuna. Miro los labios del Cristo y pienso que no me pide sin más que me convierta en el portero diligente que espera día y noche el regreso del señor de la casa.  Miro el gesto de Jesús y no me inquieta aprender a velar, me inquieta el momento. Me inquieta si de verdad existe un  tiempo en que Dios viene a visitarnos. Y si ese tiempo nos alcanzará. ¿Podemos, Señor, encontrarte? ¿Podemos conocerte? ¿Puede nuestra carne hospedar la gracia? Porque acaso el camino de la fe y la esperanza penda de ese instante. Y quizá también el del amor. De que podamos encontrarnos en nuestra piel -tan humana- con tu roce. De que podamos mirarte, Jesús. De que podamos escucharte. De que podamos tener experiencia de tu aliento sobre nuestro barro. Porque si ese acontecimiento no es posible,  ¿qué sentido tendría velar? ¿Por qué fatigarse? ¿Qué razones habría para no desesperar? Miremos suavemente hacia Jesús; miremos suavemente hacia nuestro corazón. Quizá contemplándonos descubramos que existe ese instante. Y que llega. Somos cristianos cuando sentimos en la entraña esta presencia. Y también cuando no la sentimos pero la anhelamos. Sin embargo, quizá no podamos ser verdaderamente cristianos sin este paso vivo del Espíritu en nosotros. Aunque el dulce toque de la gracia no pueda durar toda la vida, aunque no podamos controlar cuándo nos acariciará, aunque no sepamos si el dueño de nuestra casa vendrá cuando levanta el vuelo la lechuza o con el primer canto del gallo, aunque Dios sólo irrumpa en nuestra historia descalzo y de puntillas.

     Quizá el evangelio no nos invite a esperar, sino a desear al Esperado. Y esto requiere un salto de fe y de abandono. De un modo u otro, todos los hombres somos capaces de esperar, de estar en vela, de mantener los oídos atentos; de hecho, lo hacemos continuamente en múltiples circunstancias. Sin embargo, sólo quien ha compartido un instante con Jesús puede amarle. Y sólo quien ama puede esperar de nuevo el instante, aunque tarde, aunque parezca que no vuelve, aunque es de noche. Como la madre espera al hijo, como el esposo espera a la esposa, como el amigo espera al amigo. Dejadme mirar los labios entreabiertos de Cristo. Abridme las puertas del instante…


     En este rincón sanado de mi pasado, en aquella morada secreta de mi interioridad, en esa relación que me hizo más humano, en aquel rostro que me reconcilió con la vida, en ese perdón inexplicablemente hondo, en aquel gesto inesperado de paciencia, en ese encuentro con sabor de cielo, en aquella generosidad sin medida, en esta emoción primera o en este último beso. En muchas de nuestras vivencias podemos descubrir cuánto deseamos que llegue el Esperado. Abriendo los ojos a Jesús, vislumbraremos el instante. De sus labios brotará el momento; del momento, nacerán las tareas y los sueños. Podremos entonces buscar aceite para las lámparas, barrer la casa, atender el sembrado, poner en valor los talentos, derramar el perfume, cuidar la viña, echar las redes,… De contemplar Sus labios se nos llenarán de callos las manos. De haber tenido experiencia del Espíritu, el día a día se hilvanará de afanes. Si nos atrevemos a dar alas al deseo profundo del corazón —“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”— la vida se nos transformará en un amoroso amén: “sí, Jesús, creo que así será porque sé que así ha sido ya de alguna manera”. Entonces sí. Entonces la vida de todos los días —la del trabajo, el desvelo, el empeño, el sinsabor, el sudor y el ahínco— podrá convertirse en una hermosa vigilancia: la de la mirada esmerada, detallista, cuidadosa y delicada que pende del instante. La de la espera que pende del amor. La del discípulo que pende de la gracia.


2 comentarios:

  1. esperar al Esperado es lo que nos hace aceptar lo inesperado de la Vida. Que esperemos con alegria pero no con manos cruzados sino con un corazòn de buscador y con ojos de los amados. Cada instante es una gracia y que vivamoslo con suavidad e intesidad. Feliz Adviento!!! Gracias Adri.

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  2. Pide un deseo.
    Que llegue aquel a quien espero, el amado.

    "Yo dormia, pero mi corazon estaba despierto. ... yo les ruego por si encuentran a mi amado... Que les diran? Que estoy enferma de amor."

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