María está llenando una bolsa con ungüentos mientras Juan la observa sin decir nada. Cuando esta termina su tarea decide confrontar al joven que la observa.
- Juan: No lo sé.
- M: Pero has venido a detenerme.
- J: Es lo que ellos quieren.
- M: ¿Y tú?
- J: Es peligroso, en eso tienen razón.
- M: ¿Más que permanecer al pie de la cruz?
- J: No, pero eso era necesario.
- M: ¿Y esto no? Él era tu Maestro, tu amigo… ¡Te quería como a un hermano! ¿Y no quieres que le honremos una vez muerto?
- J: Deja que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8, 22).
- M: ¿Qué has dicho?
- J: Nada, es solo algo que le oí una vez, cuando la gente ponía escusas para seguirle.
- M: ¿Y cuál es tu escusa?
- J: Me cuesta creer que esté muerto
- M: Tú estabas ahí, lo viste al igual que yo ¡Incluso te habló! Te confió a su madre ¿Y aun así dudas?
- J: Sé lo que vi, su cuerpo no respiraba cuando lo bajamos y aun así… no sé.
- M: ¿Qué es lo que no sabes, Juan?
- J: Siento que sigue vivo, de algún modo lo siento presente y cuando cierro los ojos le oigo en mi corazón, invitándome a caminar, preguntándome si estoy dispuesto a ofrecer mi vida por amor. Por eso no puedo acompañarte.
María contempla a ese Joven con infinita ternura y un gesto materno brota sin pensar. Ofreciéndole el abrazo que ella tanto necesita le dice, o tal vez se dice:
- M: Él está muerto, Juan. Quisiera que no fuera así, pero debemos afrontar la verdad. Lo único que nos queda es honrar su memoria y aceptar la voluntad de los Cielos.
María deja atrás a Juan, quien pregunta mirando al cielo.
- J:¿Y cuál es tu voluntad, Padre?
Ella se detiene, sorprendida. Le mira sin saber realmente a quién está mirando. Abre la boca con intención de decir algo, pero la palabra parece esconderse de ella. Finalmente, prosigue su camino. Juan, tras un momento de espera, se dirige al otro extremo y se sienta en actitud orante.
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