AMOR QUE ALLANA...
Se
aprende mucho cuando se contempla despacio a alguien que ama. Cuando se le
busca la mirada, cuando se le siguen los gestos, cuando se le rozan las manos,
cuando se le escucha respirar. Y se aprende de quien ama cuando su amado está
delante pero también cuando ya se marchó de su lado o cuando aún no ha acudido
a su encuentro. Cuando uno ama a quien espera, algo en él cambia, sutilmente,
pero cambia. Crece algo nuevo en sus manos, se le llenan los dedos de detalles.
Yo he aprendido océanos enteros contemplando a mi madre. Siempre que nos ha
esperado, en la medida en que ha vivido cada momento pensando en el encuentro
con nosotros, su obrar se ha vuelto nuevo, tenuemente nuevo. Quizá nada en la
vida cotidiana de quien ama a aquel que espera resulta extraordinario, pero muchos
gestos brillan renovados. Hay algo distinto en las manos de una madre que hace
la cama al hijo que se ha quedado dormido y sale corriendo a coger el autobús
para ir a la universidad. Y uno lo nota esa noche entre las sábanas. Hay algo
diferente en las manos de una madre que hace la compra pensando en que su hijo
comerá con ella este domingo. Y uno lo descubre entre los tarros de la
despensa. Hay algo especial en los ojos de una madre que espera ver a su hija
salir a las tablas para bailar por primera vez. Y uno lo siente entre sus pies
nada más empezar a dar vueltas. Hay algo indescriptible en los oídos de una
madre que acude a la primera audición de piano de su niño. Y uno lo percibe
enseguida entre las teclas. Hay algo hermoso en las manos de una madre que
baten la nata que tanto le gusta al hijo para acompañar el café. Y uno lo capta
con el solo olor que se escapa de la cocina. Definitivamente, se aprende mucho
cuando se contempla despacio a alguien que ama.
Esta
misma sensación de hijo esperado he tenido ante las lecturas de este domingo. Acaso
la voz que grita en el desierto sea en realidad una llamada suave en el corazón
del que ama a quien espera. La misma que siente la madre ante la cama deshecha,
la comida familiar, la primera actuación o el café de mediodía. Acaso se
allanen caminos pasando la mano con suave firmeza por las arrugas que se van
formando en las sábanas al colocarlas. Acaso se levanten valles alzando la
mirada a un escenario. Acaso se enderece lo torcido añadiendo una cucharada de
nata a una taza de café. Porque no espera mejor quien se empeña en cambiar las
cosas a toda costa para que quien llega lo encuentre todo en su sitio, sino más
bien quien piensa sin descanso en quien ama mientras espera, quien aprende a
escuchar la voz que clama en el corazón ante la venida del amado. La clave no
está en esperar con el sudor de nuestra frente sino con el amor de nuestras
manos. Ante las sábanas arrebujadas casi todos pensamos «tengo que hacer la
cama» pero quien espera con las manos enamoradas escucha otra voz en su corazón:
«aquí dormirá quien amo, ¡cómo querría que se encontrase a gusto cuando vuelva!».
Quien espera de verdad espera al otro, al Otro. Reconoce en su corazón que todo
lo hace porque vendrá otro, porque el otro es más importante. Y así, deseando
al otro porque es otro, ya le está amando, ya le está abriendo una senda para que
pueda llegar. Este aprendizaje es tan pequeño y tan delicado que nos cuesta
creer que en él radique la auténtica forma de preparar el camino del Señor. Pero
Juan supo entenderlo. Supo que sus manos no podrían desatar las sandalias de
Jesús como desataban las de tantos hombres que acudían a bautizarse en el
Jordán. Supo —como lo sabe una madre ante la cama deshecha de su hijo— que existe
un acto supremo de amor en las manos de quien afloja las correas de los pies al Esperado.
Y si
los hombres somos capaces de amar a quienes esperamos con una sencillez tan
honda, ¿cómo no nos estará esperando el Buen Pastor? Él, que nos tiene
paciencia, que ansía consolarnos, que apacienta a su rebaño, que toma en los brazos
a los corderos, que hace recostar a las madres…
¿Qué tendrán las manos de una madre para que se recuerden -y expliquen- tanto...?
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