...CON NOSOTROS PARA SIEMPRE...
"¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!"
[S. Juan de la Cruz]
No donde se le esperaba. No a la vista. No en el centro. No en un hombre. No en público. No en el templo. No en Jerusalén. No. No como se le esperaba. Sin estrépito. Sin clarines ni timbales. Sin publicidad. Sin imposición. Sin réditos ni méritos. Sin arrollar la libertad del corazón. Sin prisa. Sin ahorrarnos el sudor y la fatiga. Sin cubrirnos de temores y de espantos. No. No para quien la esperaba. No sólo. No sólo para Zacarías. No sólo para sacerdotes y letrados. No sólo para el Bautista. No sólo para el judío. No sólo para el cumplidor. No sólo para el recto. No sólo para el hijo mayor. No sólo. No. Así es nuestro Dios: vino cubierto de noes buscando un sí.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.
Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.
Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.
Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.
Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
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