domingo, 11 de diciembre de 2011

Comentario al evangelio 11 de diciembre de 2011 Tercer domingo de Adviento

YO NO SOY...

     Con frecuencia las presencias nos resultan ajenas, lejanas, previsibles, conocidas, insípidas, asépticas. Y no es extraño: vivimos rodeados de realidades, de experiencias, de gentes, de idas y venidas que asumimos como naturales, que rara vez nos interpelan profundamente, que no nos abaten los supuestos sobre los que construimos la vida, que solo de vez en cuando nos abren mundos nuevos; en una palabra, que rara vez nos cambian. Con todo, existen personas ante cuya presencia el instante se queda en vilo; y nosotros, prendidos en el instante. Las más de las veces estas personas no nos piden nada, no nos exigen nada, pero su solo estar con nosotros nos inquieta, nos despierta, nos requiere, nos devuelve a aquella incertidumbre vital primera desde la que podemos emprender el camino de forma renovada. Siempre me han impactado, por ejemplo, las imágenes de Madre Teresa con los mandatarios y poderosos de este mundo. El contraste resultaba brutal: ¿qué hacía aquella mujer menuda y encorvada, cuajada de arrugas, cubierta con un simple sari blanco de algodón, al lado de aquellos hombres de rostro sonrosado pero frío, enfundados en trajes impolutos, recién estrenados, primorosamente planchados? Enseguida uno entendía que la de aquella mujer que saludaba amablemente al presidente o entraba en sandalias en la Asamblea General de las Naciones Unidas no era una presencia más. Y que, al menos durante unos momentos, el colchón de seguridades sobre el que se movían todos aquellos hombres se había desvanecido. Con su sola presencia, una humilde mujer les había puesto suavemente en su lugar, había sacudido la arrogancia de sus hombros y les había devuelto misteriosamente una dignidad que parecía perdida entre tantas palabras hueras. Con su presencia, les había devuelto a la Vida; con su voz, les había traído la Palabra.

     Salvando las distancias, que son muchas, Jesús debió ser para Juan una de estas presencias. Al lado de Juan, un hombre tan ardiente y tan directo, la figura de Jesús, al menos al principio, debió parecerse mucho a la de Madre Teresa entre los «grandes». Ciertamente, el de Juan era un poder muy distinto al que perfuma hoy los sillones presidenciales, pero el Bautista no dejaba de presentarse como una corriente de fuerza y autoridad entre la gente. Hasta que un día, el hijo de Isabel y Zacarías vio a aquel pariente suyo salir de su casa, echarse al desierto y sentarse a sus pies para escucharle…  Y comenzó el amanecer. No conocemos nada demasiado explícito sobre el trato que tuvieron Juan y Jesús ni sobre el tiempo que pasaron juntos. Sólo nos han llegado las palabras que dijeron uno del otro a terceras personas. No es demasiado, pero se vislumbra en ellas una relación apasionante. Por más imaginación que pongo, me cuesta contemplarles juntos. Juan, una suerte de nuevo Elías, la quintaesencia de la fe de Israel, la vara inquebrantable, el hombre austero y penitente, el grito profético en medio del desierto, la voz rotunda que llamaba a la conversión a un pueblo tardo y extraviado. Jesús, una suerte de nuevo Adán, el hombre enteramente hombre, la ventana de par en par abierta al Dios definitivamente Padre, la mano que no apaga el pábilo vacilante ni quiebra la caña cascada, el hombre del vino y el banquete, el grito angustiado en lo alto de la cruz, la voz paciente y misericordiosa en medio de los gentiles, el Amor. ¡Qué abismo entre los dos…! ¡Qué comprensión tan distinta de las promesas de salvación…! Y, al tiempo, qué cerca debieron estar, qué forma tan especial de ser presencia el uno para el otro, el otro para el uno…

   Nada sabemos de lo que compartieron, de lo que se dijeron. Pero una cosa parece incuestionable: los deseos de salvación que Juan albergaba en su seno, la rectitud de los caminos que había trazado y la anchura de su corazón eran hondos y sinceros. Sólo desde un corazón realmente abierto y anhelante podría un hombre como él —recio, fuerte, decidido, clarividente— aceptar, con la sola presencia de otra persona, que la Verdad no moraba en él completamente, que no poseía todas las respuestas, que Dios era un misterio que se le escapaba, que detrás de él venía alguien más grande, que hay correas para las que su mano encallecida resultaba torpe. Con la sola presencia. Porque —he aquí lo más asombroso— Juan no conoció al Cristo de las bienaventuranzas, ni al Jesús de los caminos, ni al Amigo de Betania, ni al Siervo de la Cena, ni al Hombre de la Cruz. No pudo ver cómo este hombre nuevo se convertía paso a paso en Buena Noticia para los sufrientes, cómo vendaba los corazones desgarrados, cómo destruía las cadenas de la esclavitud, cómo se desbordaba la gracia por sus manos. No pudo conocerlo, pero lo ansiaba tanto y tan hondamente que supo reconocerlo. No pudo ver «el Sol que nace de lo alto», pero se dejó iluminar por sus primeros rayos: como el que, contemplando las tenues pinceladas de color que tiñen el horizonte al alba, descubre emocionado que está cerca la luz radiante de mediodía. Al lado de este Jesús que apenas había empezado a desvelarse, Juan se dejo alumbrar, aprendió a ser quien era. Pudo decir con honestidad esperanzada: «Yo no soy». Yo no soy. Qué hermoso caminar desde esta pobreza radical que se sabe a sí misma pero que no anula por ello la ilusión ni la capacidad de vivir activamente. Qué hermoso dejar entrar en nuestra casa una luz que nos devuelve a la verdad. Que nos hace intuir sutilmente que no somos la medida de todas las cosas. Que no somos la puerta ni la Buena Noticia. Que no somos el Maestro ni el Pastor. Que no somos la Luz. Que no somos la Palabra. «Yo no soy». Y, desde la frágil y alta verdad de lo que somos, qué hermoso seguir bautizando en el Jordán de cada día, seguir trabajando en el mismo desierto cada jornada, seguir orando por quienes se acercan a nosotros, seguir conversando con los que desean que se cumplan las promesas, seguir viviendo en permanente conversión. Qué hermoso pensar que a nuestro lado hay Alguien que no terminamos de conocer, pero cuya presencia nos capacita para ser discípulos, para ser fanal, para ser anuncio, para ser testigos, para ser voz. Como capacitó al Bautista, a María, como nos puede capacitar a ti y a mí si lo buscamos con alegría, si lo anhelamos con todo el corazón. Con su sola presencia, Jesús puso suavemente a Juan en su lugar, en la alta dignidad del que aprende a amar el puesto que Dios le ha dado en su mesa.


     Desde las primeras horas del día, cae una niebla densa sobre Colmenar Viejo. Hay quien diría que el sol no existe, que todo sigue igual en este mundo gris de idas y venidas, que los candiles mienten apuntando a la Luz. Quizá en este invierno frío se ausente muchos días el sol de mediodía. Con todo, dejadme levantarme para ver amanecer, dejadme convertirme en farol al albor de esta presencia que abre tantos mundos. Hay quien diría que sólo somos niebla: yo he visto brotar semillas en el jardín y dibujarse trazos anaranjados en el horizonte de mi corazón…

 

«La cantidad de mundos
que con los ojos abres,
que cierras con los brazos.

La cantidad de mundos
que con los ojos cierras,
que con los brazos abres».
[Miguel Hernández]

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