ANHELAR EL VINO
Me
cuesta entenderlo. ¿Quién puede olvidarse de asistir a una boda? ¿Quién puede
cambiar un banquete por marcharse a sus tierras, por afanarse en sus negocios?
Cuando alguien —un amigo, un hermano,… ¡el mismísimo rey!— dispone todo para la
boda de su hijo y te hace partícipe, reservas el día, anulas otros compromisos,
buscas un regalo y un vestido que expresen la alegría de haber sido invitado…
Sobre todo si ese banquete es el de la felicidad eterna; si, según relata
Isaías, «el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este
monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera» (Is 25,
6-10).
¿Quién puede no querer ir a este banquete? Sólo quien no haya
descubierto en su corazón hambre de cielo, sed de eternidad. Por eso, lo
importante no es si somos sacerdotes o si estamos en los cruces de los caminos,
si somos malos o si somos buenos; lo realmente decisivo es si nos atrevemos a
vivirnos desde la sed y si nos arriesgamos a confiar en que Dios nos servirá el
Vino mejor. Aunque no sepamos el día ni la hora. Aunque al festín se entre por
la cruz y por la muerte. Entonces sí. Cuando aprendamos a caminar desde la
alegría de estar convidados, todo manará: dedicaremos la vida entera a disponer
el corazón, a esperanzar el alma, a amar a aquel que nos invita, a reunir a
todos los posibles… A abrazar al Novio con traje de fiesta.
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