ENSEÑADME LA MONEDA
La
llevaban en los bolsillos. La usaban para comprar y vender. Algunos anhelaban
tener más; otros, hacían lo inimaginable por conseguirla. Pero todos la tenían
en la mente —quién sabe si también en el corazón—. No querían pagar tributos a
Roma pero llevaban al César en sus bolsillos. Daban al César más de lo que le
correspondía: con los impuestos, le entregaban también sus intereses, sus
preocupaciones, sus fuerzas, sus discusiones, sus rencillas, su día a día, su
voluntad… Le vendían su alma. Jesús sabía que aquellos hombres le estaban
buscando las vueltas, que nada de lo que dijera podía contentar a todos... Pero
veía más allá. Veía ovejas perdidas, tenía compasión de su rebaño. Le dolería
contemplar a su gente sometida a autoridades injustas, pero lo que de verdad le
desgarraría el corazón sería comprobar que quienes le estaban preguntando con
tanta malicia habían dejado de esperar en Dios. Probablemente Jesús también
llevara un denario encima, pero no había puesto en él su corazón. Por eso no
sacó el dinero de su bolsillo, sino que se lo pidió a su gente: «Enseñadme la
moneda». Mostradme a quién habéis rendido vuestra libertad. Dadle al mundo lo
que es del mundo. Y defended a Dios con la vida, con vuestra propia vida. De
qué poco sirven los discursos revolucionarios o las grandes defensas de Dios.
Jesús no hizo ninguno: se limitó a entregar a Dios su existencia, lo más íntimo
de su vida, su amor filial, su gratitud, su voluntad. Se vivió como Hijo: le
dio a Dios lo que es de Dios. Ellos le miraron: quizá el denario se les cayera
de las manos, quizá naciera en su entraña una oración: «Dios mío, líbrame de mi
dios»…
Adri, cmf
[Tomado de www.acompasando.org]
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