Tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. No le había pedido nada, ni siquiera le había sentido al pasar. No sabía quién era, no le había contado su historia, sus dolores, sus deseos, sus expectativas, sus desesperanzas... Tampoco Jesús había preguntado nada. De repente, lo notó frente a sí. El ciego extendió las manos y esperó, como tantas veces: "sea quien sea, me dará unas monedas y pasará de largo". Alzó un poco más las manos y siguió esperando. Las monedas no llegaron.
Había nacido ciego y todos siempre le habían tratado como a un ciego. Él mismo siempre se había visto así. Un ciego mendiga, a un mendigo se le dan monedas. Pero... ¿Qué había visto él? Más allá de las apariencias, Jesús miraba a un hombre, contemplaba un corazón. Y él tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. Sin decir nada, Jesús tomó tierra: era la misma tierra sobre la que el ciego estaba sentado. La misma sobre la que caminaba cada día. La insignificante tierra cotidiana en quien nadie repara. Él se agachó y tocó la tierra: tocó sin miedo la polvorienta realidad de aquel hombre. La atrajo hacia sí y escupió en ella. Unió aquella tierra con su saliva, consigo mismo. La saliva de sus besos con la suciedad de nuestro suelo. Nuestros pies con su boca. Lo mezló y lo amasó: se mezcló asumiéndonos. Cuando ya no había tierra ni saliva, cuando ya todo era barro -todo nuevo- lo acercó hasta los ojos del ciego y le tocó con suavidad y firmeza. El ciego quedó paralizado: conocía el frío de las monedas cayendo sobre sus manos, pero nunca había sentido el calor de unos dedos sobre sus párpados. Nadie había tocado su límite, su defecto, su incapacidad, su pecado, su condena... Era como si en el barro de aquel hombre hubiera viento, como si lo arrebatará un vendaval de frescura, como si aquellos dedos estuvieran preñados de Espíritu. Le pareció que era otro; o, más bien, que comenzaba a ser él mismo. Dejó de verse como un ciego y se atrevió a pensar que quizá fuera un hombre; que quizá hubiera sido creado, como todos, para caminar en la luz. Sin embargo, aún no había claridad en sus pupilas. Jesús lo había hecho todo, todo había partido de su querer, de sus manos: pero no era suficiente...
Tuvo que salir de la ciudad. Tuvo que fiarse. El barro estaba ya en sus ojos, endureciéndose. Todo lo había recibido sin mérito, sin esperarlo, pero nada que no aceptemos vivamente puede salvarnos. Tuvo que creer que de aquel gesto podría nacer algo. Tuvo que fiarse. Jesús le había mandado más allá de las murallas, a la piscina de los de fuera, de los paganos. En ella el agua se movía mansamente, casi imperceptiblemente: los de dentro decían siempre que estaba completamente estancada, infecunda. Mucho más cerca, en el cogollo de la ciudad santa, había otra piscina: rodeada de cinco pórticos, suntuosa, protegida por la ley. Muchos enfermos confiaban en ella, se apiñaban a su alrededor ansiosos: esperaban que el agua se agitara estrepitosamente para lanzarse inmediatamente a ella y que se obrara el milagro, a la vista de todos, en medio del alboroto y la vistosidad.
Jesús quería que se bañase en la piscina de extramuros. En el fondo, le estaba pidiendo un salto de confianza. Hace un momento le había urgido a creer que del barro tosco e inútil podía nacer la luz; ahora, le invitaba a alejarse de la tentación de bañarse en la piscina de lo sobrenatural y lo fascinante para sumergirse en el agua despreciada por los muchos. En verdad, Jesús le estaba pidiendo que creyese que Dios ponía sus manos en lo perdido del mundo; que a él nunca le había asustado su pobreza; que, ante sus ojos, la ceguera no era castigo sino oportunidad: que Dios le amaba. Porque Jesús era el barro luminoso del Padre; porque sobre el agua de Siloé sobrevolaba el Espíritu Santo... El ciego dio el salto: el Agua y la Luz lo cubrieron por completo...
Tuvo que dejarse hacer. Tuvo que fiarse. Tuvo que salir de la ciudad. Tuvo que creer en la tierra cotidiana y en el agua inmóvil. Tuvo que pensarse más allá de su ceguera. Tuvo que arriesgarse a dejar su curación en otras manos. Tuvo que fiarse... A su alrededor, algunos quedaron perplejos, otros ya no le reconocían y muchos condenaron al que eligió lo pequeño para salvarle. Pero el ciego se abrió a la fe, se abandonó en sus palabras, se postró ante su amor. Y, como en el primer instante de un inesperado amanecer, todo en él dio a luz...
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