sábado, 24 de diciembre de 2011
domingo, 18 de diciembre de 2011
viernes, 16 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 18 de diciembre de 2011 Cuarto domingo de Adviento
...CON NOSOTROS PARA SIEMPRE...
"¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!"
[S. Juan de la Cruz]
No donde se le esperaba. No a la vista. No en el centro. No en un hombre. No en público. No en el templo. No en Jerusalén. No. No como se le esperaba. Sin estrépito. Sin clarines ni timbales. Sin publicidad. Sin imposición. Sin réditos ni méritos. Sin arrollar la libertad del corazón. Sin prisa. Sin ahorrarnos el sudor y la fatiga. Sin cubrirnos de temores y de espantos. No. No para quien la esperaba. No sólo. No sólo para Zacarías. No sólo para sacerdotes y letrados. No sólo para el Bautista. No sólo para el judío. No sólo para el cumplidor. No sólo para el recto. No sólo para el hijo mayor. No sólo. No. Así es nuestro Dios: vino cubierto de noes buscando un sí.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.
Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.
Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.
En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.
Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.
Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.
Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros para siempre.
domingo, 11 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 11 de diciembre de 2011 Tercer domingo de Adviento
YO NO SOY...
Con
frecuencia las presencias nos resultan ajenas, lejanas, previsibles, conocidas,
insípidas, asépticas. Y no es extraño: vivimos rodeados de realidades, de
experiencias, de gentes, de idas y venidas que asumimos como naturales, que
rara vez nos interpelan profundamente, que no nos abaten los supuestos sobre
los que construimos la vida, que solo de vez en cuando nos abren mundos nuevos;
en una palabra, que rara vez nos cambian. Con todo, existen personas ante cuya
presencia el instante se queda en vilo; y nosotros, prendidos en el instante. Las
más de las veces estas personas no nos piden nada, no nos exigen nada, pero su
solo estar con nosotros nos inquieta, nos despierta, nos requiere, nos devuelve
a aquella incertidumbre vital primera desde la que podemos emprender el camino
de forma renovada. Siempre me han impactado, por ejemplo, las imágenes de Madre
Teresa con los mandatarios y poderosos de este mundo. El contraste resultaba
brutal: ¿qué hacía aquella mujer menuda y encorvada, cuajada de arrugas,
cubierta con un simple sari blanco de algodón, al lado de aquellos hombres de
rostro sonrosado pero frío, enfundados en trajes impolutos, recién estrenados,
primorosamente planchados? Enseguida uno entendía que la de aquella mujer que
saludaba amablemente al presidente o entraba en sandalias en la Asamblea
General de las Naciones Unidas no era una presencia más. Y que, al menos
durante unos momentos, el colchón de seguridades sobre el que se movían todos
aquellos hombres se había desvanecido. Con su sola presencia, una humilde mujer
les había puesto suavemente en su lugar, había sacudido la arrogancia de sus
hombros y les había devuelto misteriosamente una dignidad que parecía perdida
entre tantas palabras hueras. Con su presencia, les había devuelto a la Vida;
con su voz, les había traído la Palabra.
Salvando
las distancias, que son muchas, Jesús debió ser para Juan una de estas
presencias. Al lado de Juan, un hombre tan ardiente y tan directo, la figura de
Jesús, al menos al principio, debió parecerse mucho a la de Madre Teresa entre
los «grandes». Ciertamente, el de Juan era un poder muy distinto al que perfuma
hoy los sillones presidenciales, pero el Bautista no dejaba de presentarse como
una corriente de fuerza y autoridad entre la gente. Hasta que un día, el hijo
de Isabel y Zacarías vio a aquel pariente suyo salir de su casa, echarse al
desierto y sentarse a sus pies para escucharle…
Y comenzó el amanecer. No conocemos nada demasiado explícito sobre el
trato que tuvieron Juan y Jesús ni sobre el tiempo que pasaron juntos. Sólo nos
han llegado las palabras que dijeron uno del otro a terceras personas. No es
demasiado, pero se vislumbra en ellas una relación apasionante. Por más
imaginación que pongo, me cuesta contemplarles juntos. Juan, una suerte de
nuevo Elías, la quintaesencia de la fe de Israel, la vara inquebrantable, el
hombre austero y penitente, el grito profético en medio del desierto, la voz
rotunda que llamaba a la conversión a un pueblo tardo y extraviado. Jesús, una
suerte de nuevo Adán, el hombre enteramente hombre, la ventana de par en par
abierta al Dios definitivamente Padre, la mano que no apaga el pábilo vacilante
ni quiebra la caña cascada, el hombre del vino y el banquete, el grito
angustiado en lo alto de la cruz, la voz paciente y misericordiosa en medio de
los gentiles, el Amor. ¡Qué abismo entre los dos…! ¡Qué comprensión tan
distinta de las promesas de salvación…! Y, al tiempo, qué cerca debieron estar,
qué forma tan especial de ser presencia el uno para el otro, el otro para el
uno…
Nada sabemos de lo que compartieron, de lo que se dijeron. Pero una cosa parece
incuestionable: los deseos de salvación que Juan albergaba en su seno, la
rectitud de los caminos que había trazado y la anchura de su corazón eran
hondos y sinceros. Sólo desde un corazón realmente abierto y anhelante podría
un hombre como él —recio, fuerte, decidido, clarividente— aceptar, con la sola
presencia de otra persona, que la Verdad no moraba en él completamente, que no
poseía todas las respuestas, que Dios era un misterio que se le escapaba, que
detrás de él venía alguien más grande, que hay correas para las que su mano
encallecida resultaba torpe. Con la sola presencia. Porque —he aquí lo más
asombroso— Juan no conoció al Cristo de las bienaventuranzas, ni al Jesús de
los caminos, ni al Amigo de Betania, ni al Siervo de la Cena, ni al Hombre de
la Cruz. No pudo ver cómo este hombre nuevo se convertía paso a paso en Buena Noticia
para los sufrientes, cómo vendaba los corazones desgarrados, cómo destruía las cadenas
de la esclavitud, cómo se desbordaba la gracia por sus manos. No pudo
conocerlo, pero lo ansiaba tanto y tan hondamente que supo reconocerlo. No pudo
ver «el Sol que nace de lo alto», pero se dejó iluminar por sus primeros rayos:
como el que, contemplando las tenues pinceladas de color que tiñen el horizonte
al alba, descubre emocionado que está cerca la luz radiante de mediodía. Al
lado de este Jesús que apenas había empezado a desvelarse, Juan se dejo alumbrar, aprendió a ser quien era. Pudo decir con honestidad esperanzada: «Yo
no soy». Yo no soy. Qué hermoso caminar desde esta pobreza radical que se sabe
a sí misma pero que no anula por ello la ilusión ni la capacidad de vivir
activamente. Qué hermoso dejar entrar en nuestra casa una luz que nos devuelve
a la verdad. Que nos hace intuir sutilmente que no somos la medida de todas las
cosas. Que no somos la puerta ni la Buena Noticia. Que no somos el Maestro ni
el Pastor. Que no somos la Luz. Que no somos la Palabra. «Yo no soy». Y, desde
la frágil y alta verdad de lo que somos, qué hermoso seguir bautizando en el
Jordán de cada día, seguir trabajando en el mismo desierto cada jornada, seguir
orando por quienes se acercan a nosotros, seguir conversando con los que desean
que se cumplan las promesas, seguir viviendo en permanente conversión. Qué
hermoso pensar que a nuestro lado hay Alguien que no terminamos de conocer,
pero cuya presencia nos capacita para ser discípulos, para ser fanal, para ser
anuncio, para ser testigos, para ser voz. Como capacitó al Bautista, a María,
como nos puede capacitar a ti y a mí si lo buscamos con alegría, si lo
anhelamos con todo el corazón. Con su sola presencia, Jesús puso suavemente a
Juan en su lugar, en la alta dignidad del que aprende a amar el puesto que Dios
le ha dado en su mesa.
Desde
las primeras horas del día, cae una niebla densa sobre Colmenar Viejo. Hay
quien diría que el sol no existe, que todo sigue igual en este mundo gris de
idas y venidas, que los candiles mienten apuntando a la Luz. Quizá en este
invierno frío se ausente muchos días el sol de mediodía. Con todo, dejadme
levantarme para ver amanecer, dejadme convertirme en farol al albor de esta
presencia que abre tantos mundos. Hay quien diría que sólo somos niebla: yo he
visto brotar semillas en el jardín y dibujarse trazos anaranjados en el horizonte de mi
corazón…
«La cantidad de mundos
que con los ojos abres,
que cierras con los brazos.
La cantidad de mundos
que con los ojos cierras,
que con los brazos abres».
[Miguel Hernández]
domingo, 4 de diciembre de 2011
Comentario al evangelio 4 de diciembre de 2011 Segundo domingo de Adviento
AMOR QUE ALLANA...
Se
aprende mucho cuando se contempla despacio a alguien que ama. Cuando se le
busca la mirada, cuando se le siguen los gestos, cuando se le rozan las manos,
cuando se le escucha respirar. Y se aprende de quien ama cuando su amado está
delante pero también cuando ya se marchó de su lado o cuando aún no ha acudido
a su encuentro. Cuando uno ama a quien espera, algo en él cambia, sutilmente,
pero cambia. Crece algo nuevo en sus manos, se le llenan los dedos de detalles.
Yo he aprendido océanos enteros contemplando a mi madre. Siempre que nos ha
esperado, en la medida en que ha vivido cada momento pensando en el encuentro
con nosotros, su obrar se ha vuelto nuevo, tenuemente nuevo. Quizá nada en la
vida cotidiana de quien ama a aquel que espera resulta extraordinario, pero muchos
gestos brillan renovados. Hay algo distinto en las manos de una madre que hace
la cama al hijo que se ha quedado dormido y sale corriendo a coger el autobús
para ir a la universidad. Y uno lo nota esa noche entre las sábanas. Hay algo
diferente en las manos de una madre que hace la compra pensando en que su hijo
comerá con ella este domingo. Y uno lo descubre entre los tarros de la
despensa. Hay algo especial en los ojos de una madre que espera ver a su hija
salir a las tablas para bailar por primera vez. Y uno lo siente entre sus pies
nada más empezar a dar vueltas. Hay algo indescriptible en los oídos de una
madre que acude a la primera audición de piano de su niño. Y uno lo percibe
enseguida entre las teclas. Hay algo hermoso en las manos de una madre que
baten la nata que tanto le gusta al hijo para acompañar el café. Y uno lo capta
con el solo olor que se escapa de la cocina. Definitivamente, se aprende mucho
cuando se contempla despacio a alguien que ama.
Esta
misma sensación de hijo esperado he tenido ante las lecturas de este domingo. Acaso
la voz que grita en el desierto sea en realidad una llamada suave en el corazón
del que ama a quien espera. La misma que siente la madre ante la cama deshecha,
la comida familiar, la primera actuación o el café de mediodía. Acaso se
allanen caminos pasando la mano con suave firmeza por las arrugas que se van
formando en las sábanas al colocarlas. Acaso se levanten valles alzando la
mirada a un escenario. Acaso se enderece lo torcido añadiendo una cucharada de
nata a una taza de café. Porque no espera mejor quien se empeña en cambiar las
cosas a toda costa para que quien llega lo encuentre todo en su sitio, sino más
bien quien piensa sin descanso en quien ama mientras espera, quien aprende a
escuchar la voz que clama en el corazón ante la venida del amado. La clave no
está en esperar con el sudor de nuestra frente sino con el amor de nuestras
manos. Ante las sábanas arrebujadas casi todos pensamos «tengo que hacer la
cama» pero quien espera con las manos enamoradas escucha otra voz en su corazón:
«aquí dormirá quien amo, ¡cómo querría que se encontrase a gusto cuando vuelva!».
Quien espera de verdad espera al otro, al Otro. Reconoce en su corazón que todo
lo hace porque vendrá otro, porque el otro es más importante. Y así, deseando
al otro porque es otro, ya le está amando, ya le está abriendo una senda para que
pueda llegar. Este aprendizaje es tan pequeño y tan delicado que nos cuesta
creer que en él radique la auténtica forma de preparar el camino del Señor. Pero
Juan supo entenderlo. Supo que sus manos no podrían desatar las sandalias de
Jesús como desataban las de tantos hombres que acudían a bautizarse en el
Jordán. Supo —como lo sabe una madre ante la cama deshecha de su hijo— que existe
un acto supremo de amor en las manos de quien afloja las correas de los pies al Esperado.
Y si
los hombres somos capaces de amar a quienes esperamos con una sencillez tan
honda, ¿cómo no nos estará esperando el Buen Pastor? Él, que nos tiene
paciencia, que ansía consolarnos, que apacienta a su rebaño, que toma en los brazos
a los corderos, que hace recostar a las madres…
jueves, 1 de diciembre de 2011
Estoy a tu puerta y llamo...
El pasado martes 29 los postulantes y estudiantes que formamos este año la Comunidad Formativa Intercultural de Colmenar Viejo nos paramos a la vera del camino para gustar la Vida. Como cada mes, dedicamos el día a hacer un retiro: libres de distracciones y ruidos, de urgencias y prisas, de superficialidades... Tratamos de disponer el corazón para encontrarnos con el Dios del Adviento, que llama cada día a nuestra puerta. Precisamente esta imagen del Apocalipsis en que Jesús llama a nuestra puerta para poder entrar y cenar con nosotros iluminó el retiro. En buena medida, el Adviento es esa vuelta amorosa a la morada interior en la que intentamos descubrir cómo está la puerta de nuestro corazón, cómo es, si a través de ella puede llegar el Esperado...
Hay puertas anchas y estrechas, altas y bajas, resistentes y delicadas, macizas y transparentes, de par en par y entornadas, también algunas cerradas e incluso giratorias... ¿Cómo es mi puerta, Señor? ¿Cómo puedo hacerla más propicia a tu venida? Y, sobre todo, ¡qué hermoso es saber que no hay dintel que te sea ajeno, que no hay tranquera que te resulte extraña, que -sea como sea nuestra estancia- siempre estás a la puerta y llamas...!
"Como no sé cuándo llegará el amanecer,
abro todas las puertas"
[Emily Dickinson]
domingo, 27 de noviembre de 2011
jueves, 24 de noviembre de 2011
Comentario al evangelio 27 de noviembre de 2011 Primer domingo de Adviento
EL INSTANTE...
Existe
ese instante: y llega. A veces nos parece imposible, impensable, incierto, inalcanzable,
inmerecido, inasible, indescifrable. Pero existe. Y llega. No es aleatorio ni
caprichoso. No depende de una alineación de planetas en el cielo ni de una
confluencia de circunstancias favorables aquí en la tierra. No podemos decir
cuándo arribará el instante, cuándo irrumpirá el momento. No está en nuestras
manos. O al menos no del todo… Y, sin embargo, llega.
Jesús
nos dice: “Vigilad”. Y este domingo las homilías se llenarán de palabras —ojalá sea así— que tratarán de ayudarnos a comprender cómo vivir la actitud evangélica de la vigilancia, de la espera activa, de la amorosa atención a la que
estamos llamados. Y haremos bien en escuchar todas estas palabras y en acoger
en nuestro camino toda la hondura de un corazón en vela. Con todo, permitidme
dar un paso atrás, consentidme suspender por un momento el mensaje y contemplar
al Cristo; dejadme fijar la mirada en los labios de Jesús, en Jesús mismo.
Abridme las puertas del instante…
Se
alza en mis adentros una pregunta como se alza de pronto el niño sobre la cuna.
Miro los labios del Cristo y pienso que no me pide sin más que me convierta en el portero diligente que espera día y noche el regreso del señor de la casa. Miro el gesto de Jesús y no me inquieta aprender a velar, me inquieta el momento. Me inquieta si de verdad existe un tiempo en que Dios viene a visitarnos. Y si ese tiempo nos alcanzará. ¿Podemos, Señor, encontrarte? ¿Podemos conocerte? ¿Puede nuestra carne hospedar
la gracia? Porque acaso el camino de la fe y la esperanza penda de ese
instante. Y quizá también el del amor. De que podamos encontrarnos en nuestra
piel -tan humana- con tu roce. De que podamos mirarte, Jesús. De que podamos
escucharte. De que podamos tener experiencia de tu aliento sobre nuestro barro. Porque si ese acontecimiento no es posible, ¿qué sentido tendría velar? ¿Por qué fatigarse? ¿Qué razones habría para
no desesperar? Miremos suavemente hacia Jesús; miremos suavemente hacia nuestro corazón. Quizá contemplándonos descubramos que existe ese instante. Y que llega. Somos
cristianos cuando sentimos en la entraña esta presencia. Y también cuando no la
sentimos pero la anhelamos. Sin embargo, quizá no podamos ser verdaderamente cristianos sin este paso
vivo del Espíritu en nosotros. Aunque el dulce toque de la gracia no pueda durar toda la
vida, aunque no podamos controlar cuándo nos acariciará, aunque no sepamos si el dueño de nuestra casa vendrá cuando levanta el vuelo la lechuza o con el primer canto del gallo, aunque Dios sólo irrumpa en nuestra historia descalzo
y de puntillas.
Quizá el evangelio no nos invite a esperar, sino a desear al Esperado. Y esto requiere un salto de fe y de abandono. De un modo u otro, todos los hombres somos capaces de esperar, de estar en vela, de mantener los oídos atentos; de hecho, lo hacemos continuamente en múltiples circunstancias. Sin embargo, sólo quien ha compartido un instante con Jesús puede amarle. Y sólo quien ama puede esperar de nuevo el instante, aunque tarde, aunque parezca que no vuelve, aunque es de noche. Como la madre espera al hijo, como el esposo espera a la esposa, como el amigo espera al amigo. Dejadme mirar los labios entreabiertos de Cristo. Abridme las puertas del instante…
Quizá el evangelio no nos invite a esperar, sino a desear al Esperado. Y esto requiere un salto de fe y de abandono. De un modo u otro, todos los hombres somos capaces de esperar, de estar en vela, de mantener los oídos atentos; de hecho, lo hacemos continuamente en múltiples circunstancias. Sin embargo, sólo quien ha compartido un instante con Jesús puede amarle. Y sólo quien ama puede esperar de nuevo el instante, aunque tarde, aunque parezca que no vuelve, aunque es de noche. Como la madre espera al hijo, como el esposo espera a la esposa, como el amigo espera al amigo. Dejadme mirar los labios entreabiertos de Cristo. Abridme las puertas del instante…
En
este rincón sanado de mi pasado, en aquella morada secreta de mi interioridad, en esa relación
que me hizo más humano, en aquel rostro que me reconcilió con la vida, en ese perdón inexplicablemente hondo,
en aquel gesto inesperado de paciencia, en ese encuentro con sabor de cielo, en aquella
generosidad sin medida, en esta emoción primera o en este último beso. En muchas de nuestras vivencias podemos descubrir cuánto deseamos que llegue el Esperado. Abriendo
los ojos a Jesús, vislumbraremos el instante. De sus labios brotará el momento;
del momento, nacerán las tareas y los sueños. Podremos entonces buscar aceite para las
lámparas, barrer la casa, atender el sembrado, poner en valor los talentos,
derramar el perfume, cuidar la viña, echar las redes,… De contemplar Sus labios se nos llenarán
de callos las manos. De haber tenido experiencia del Espíritu, el día a día se
hilvanará de afanes. Si nos atrevemos a dar alas al deseo profundo del corazón
—“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”—
la vida se nos transformará en un amoroso amén:
“sí, Jesús, creo que así será porque
sé que así ha sido ya de alguna
manera”. Entonces sí. Entonces la vida de todos los días —la del trabajo, el
desvelo, el empeño, el sinsabor, el sudor y el ahínco— podrá convertirse en una
hermosa vigilancia: la de la mirada esmerada, detallista, cuidadosa y delicada
que pende del instante. La de la espera que pende del amor. La del discípulo que
pende de la gracia.
domingo, 20 de noviembre de 2011
De...
De la tierra que piso.
De todo cuanto anhelo.
Del mantel de domingo.
De la ancha paciencia en la que crezco.
Del rojo arrebatado del cerezo.
Del bolero.
Del olor de la lluvia vespertina.
Del oscuro rincón.
Del sol de estreno.
De la luz azulándose en los montes.
De las briznas prendiéndose en el viento.
Del llorar que se llora.
Del momento.
De la flor que se rinde ante el invierno.
Del amor de mis manos.
Del te quiero.
De juegos infantiles.
Del desierto.
De heridas hospedadas.
Del intento.
Del brazo que nos busca.
Del labio que nos llama.
Del cordero.
Del vino envejecido de los pueblos.
Del rezo contenido.
Del comienzo.
Del extraño morir de quien queremos.
De memoria en hilvanes.
De lo eterno.
Del nombre del amigo.
Del beso que es abrazo.
Del abrazo que es beso.
Del mar suave e inmenso hacia mi puerto.
Del todo corazón.
Del rostro bello.
De madera cortada y de árbol nuevo.
De la esbelta esperanza.
De la mirada atenta.
Del granero.
De alborada encendida.
De rescoldo de madre entre los dedos.
De la paz a deshora.
Del otoño perpetuo.
Del consuelo.
De tanto que va el cántaro a la fuente.
Del siempreansia de Padre.
Del otero.
De la fe aunque pobre.
Del romero.
Y del que sufre, siempre del que sufre.
Jesucristo, rey del universo.
lunes, 14 de noviembre de 2011
miércoles, 9 de noviembre de 2011
Fraternizando...
Una comunidad formativa como la nuestra se construye en las pequeñas relaciones del día a día. Y también en las pequeñas relaciones de los días que se salen de lo urgente para recordarnos lo importante. Para recordarnos, por ejemplo, que los religiosos estamos llamados a encarnar la fraternidad de un modo profundo y significativo. Como Jesús lo hizo con todos los que le seguían y, muy singularmente, con el reducido grupo de los apóstoles. Con este sentido, programamos días de encuentro y salidas comunitarias. Estos últimos meses han estado cargados de ellas. Y queremos haceros partícipes de la alegría que supone para nosotros ir creciendo como hermanos a través de estos encuentros. Aquí van unas cuantas fotos... ¡Disfrutadlas!
El día 17 de septiembre estuvimos en Segovia, La Granja y Pedraza, conmemorando con claretianos de todo el mundo los 150 años de la llamada "gracia grande" que recibió el P. Claret al final de su vida: un misterio de amor, de configuración con Cristo y de vivencia profunda de la eucaristía...
El día 12 de octubre celebramos la Virgen del Pilar. No tuvimos clase. Y también decidimos dedicar el día a la fraternidad... Celebramos juntos la eucaristía, en memoria de María. Visitamos Alcalá de Henares: tierra natal de Cervantes, sepulcro de los santos niños Justo y Pastor, ciudad universitaria... Y, el día 12 de octubre, mercado medieval bullicioso y colorido. Después de un agradable paseo, nos encaminamos al campo para hacer deporte y compartir juntos una parrillada. Y, en todo y sobre todo, charlamos, reímos, estrechamos lazos...
Gilles y Kiko |
Plaza Mayor de Pedraza (Segovia) |
Caminando hacia el centro de Alcalá |
De izquierda a derecha: Joan, Josema y Adri |
Kiko y Josema en el patio de la casa natal de Cervantes |
De izquierda a derecha: Michael, Adri, Josema, Luis Ángel y Peter |
Y hoy, día 9 de noviembre, en que celebramos Santa María la Real de la Almudena, patrona de la archidiócesis de Madrid, hemos salido una vez más juntos a compartir un día en comunidad. Hemos celebrado una preciosa eucaristía en el monasterio de El Paular y el prior, don Miguel, nos ha enseñado amabilísimamente el monasterio. Acto seguido hemos comido juntos (y bien fresquitos) rodeados del espectacular otoño de la sierra madrileña: todo un lujo. Y hemos terminado jugando con la nieve en Navacerrada, ya de vuelta a Colmenar:
Peter en la Iglesia de El Paular |
Adri y José |
Iñaki, Franklin, Jorge, Denís, Antonio, Emmanuel y, en un sonriente primer plano, Gilles |
Gabriel e Iñaki |
Peter y Joan |
Ni el frío nos quita las ganas de comer... |
Que nuestra fraternidad siga creciendo y nos haga cada vez más hijos, más hermanos...
martes, 1 de noviembre de 2011
Bosque de fuegos...
Se dejaron arder para alumbrar.
Una muchedumbre inmesa.
Del Norte y del Sur. De Oriente y de Occidente.
Miles de hogueras de un Fuego inextinguible.
Velan por nosotros. Avivan nuestra llama.
Todas las cenizas. Todas las ascuas.
Todos los corazones. Todo el amor...
Feliz y bendita fiesta de todos los santos.
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