Invitas tú, mi rey.
Invita el Dios altísimo.
La boda es la del Hijo.
Tu Hijo muy amado.
Y sales sin temor a los caminos
por llamar a los tuyos,
por buscarme.
¿Dónde estaré cuando tu Reino venga,
cuando suenen de nupcias las campanas?
¿Seré de los que nunca te esperaron,
cansados de veredas sin destino?
¿Seré de los que están tan ocupados
que ni para gozar hallan respiro?
¿Tendré con qué llegarme a tu banquete
o vestiré jirones de tristeza?
¿Sabré quién es tu Hijo -¡tu Hijo!-
cuando vengas?
Si vinieras, rey mío, si vinieras.
Si quisieras tenerme en tus moradas,
trae contigo también mi traje de alegría,
los ojos de mi fe,
los labios de mi sí.
Trae tú mi gratitud
que yo soy débil,
que no siempre percibo
la invitación
a entrar en tus amores.
No sea que prepares tú las bodas
y no prepare yo mi corazón,
no sea que me esperes y no encuentres
más que un hombre perdido,
cegado,
resentido,
cubierto entero de polvo del camino,
sordo a la fiesta,
inútil para el baile,
harto de pan,
rendido de miseria,
incapaz del olor de tus perfumes,
de la luz de tu faz,
del gusto de tus vinos.
Si vinieras, rey mío, si vinieras,
si
quisieras tenerme en tus moradas,
que con tu invitación venga también tu mano
-mano firme, suave mano-,
que me lleve a tu mesa sin dudarlo…
Amén.
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