Señor,
todo comenzó sencillamente.
Me dejaste ver un día tu presencia.
Te hiciste
cercano y me llamaste.
Yo entonces me sentí pobre y pequeño:
te fijaste en mí sin
que lo mereciera,
sin que pudiera ofrecerte nada
en pago de tus dones.
Tú lo sabías
y lo quisiste así.
Me devolviste a mi verdad y allí me amaste.
Era todo gratuidad.
Eras todo gratuidad.
Señor, Tú me llamaste.
Yo me puse en camino.
Manos vacías,
corazón dispuesto.
Humilde, agradecido.
La vida va pasando
y yo con ella.
Y aquella
sencillez del primer día
se va desdibujando.
Crece en mí el orgullo,
se alza la
complacencia,
rugen mis gustos pidiendo su tributo.
Y vuelvo a verlo todo con
mis ojos.
Incluso cuando sirvo, peco de soberbia
y exijo que me pagues por el bien
de mis manos
y hallar mi recompensa al terminar el día.
Me olvido del Calvario en
busca de otros montes
y niego que al banquete se entre por la Cruz.
Devuélveme,
Señor, a las primeras horas,
al sabor del regalo, a la luz de la gracia.
Hazme
ver que mis méritos son polvo envanecido,
que tu misericordia es don y no
salario.
Que buscar lo pequeño es andar en verdad.
Ponme de rodillas al pie de
mis hermanos,
abre mis banquetes a pobres y excluidos.
Tú, que te llegaste tan
sencillamente.
Tú, que te ceñiste la toalla.
Tú, que hiciste gloria del madero.
Tú,
Señor, de hinojos, siendo Dios...
Amén.
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