Pero
no le miraste.
Y esa fue tu desgracia, tu abismo,
tu caída.
No fue el banquete
espléndido,
ni la mucha bebida.
No fue tanta riqueza
ni tanta ostentación.
Fue
que estaba a tu puerta,
noche a noche,
día a día.
Que pasabas delante al salir
y al entrar.
Que sabías del hambre y del frío invernal.
Que sabías del miedo y
la inseguridad.
Y del dolor terrible de rogar por el pan.
Que allí estaba tu
hermano.
Tu hermano…
Y que tú lo sabías.
Pero no le miraste.
Y esa fue tu
desgracia, tu abismo,
tu caída.
Y a tu lado, Jesús,
el Cristo, el todo ojos.
El
que todo veía y a todos contemplaba.
Jesús, el desprendido,
el todo despojado
para mejor servir.
El de mirada libre,
Señor de mano pronta.
El que supo mirar
donde Tú no veías.
El que trajo la Luz que hace ver la luz.
Amor que abre los
ojos
y pone de rodillas.
Que se para en las puertas
donde tantos sufrimos.
Y a
su zaga los hombres
tocados por su gracia.
Los hombres encendidos
que han
sabido mirar.
Pero no le miraste.
Ni siquiera a ti mismo.
Tampoco a tu Señor.
Y
esta fue tu desgracia, tu abismo,
tu caída.
Ahora pides, sediento, que te mojen
los labios,
que los tuyos no sigan con los ojos cerrados.
Pero quizá la sed que
tú tienes ahora,
esa sed que padeces… no se pueda saciar.
O quizá, ahora sí,
Jesús
vuelva a mirarte.
Ahora que tú ya no estás a la mesa,
tú que vives ahora
desahuciado
a la puerta.
Señor, si así lo quieres,
mira a estos hijos tuyos,
tantas veces altivos,
insensibles.
Mira y conviértenos.
Si no sabemos verte,
que no falte el hermano.
Si la sed permanece,
que no falte tu Luz.
Amén.