Se les abrieron las manos.
Desanudaron los dedos.
Se deshicieron los odios al escuchar tus palabras.
Quedaron en tristeza.
Se les abrieron las manos.
Se desplomaron las piedras.
Se les ahogaron las iras al comprender su miseria.
Quedaron cabizbajos.
Se les abrieron las manos
porque les conociste.
Porque les devolviste, Señor, a su verdad.
Y, desde su verdad,
¿quién puede condenar?
¿Quién puede alzarse altivo?
¿Quién juzgar?
Se les abrieron las manos, Señor,
y, sin embargo,
ninguno se quedó para llorarte,
para pedir perdón
o reparar su daño.
Les pudo la vergüenza del pecado,
les aplastó la losa de Caín.
Señor,
yo muestro audaz al mundo
mis manos liberadas
mientras, en lo secreto, poco a poco,
voy empedrando airado mis bolsillos.
Hay demasiadas vigas en mis ojos,
demasiado rencor en mis silencios.
Incluso en el amor
cuesta ver al hermano:
es imposible verle
si se olvida el amor.
Yo quisiera decir
que me abriste las manos,
me mostraste mis culpas
y entendí mis abismos.
Pero también quisiera, Señor,
-¡cómo quisiera!-
que me abrieras los ojos
para no escabullirme,
para reconocerte,
para volverme a Dios.
Que me dejaras verte,
la mirada sin velos.
Saberte compasivo,
saberte arrodillado.
Creer que, si te encuentro,
está cerca el perdón.
Que me quisieras tanto
que sólo quepa amar.
Quizá un día tu voz abra al viento mis manos.
Quizá un día tu sol abra al amor mis ojos.
Quizá un día tu luz nos haga ver la Luz.
Lee aquí las lecturas del domingo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario