Después de tres semanas intensas de exámenes y trabajos, rodeados de folios y esquemas, de dudas y nervios, volvemos al ritmo habitual de nuestra comunidad formativa. Ayer tuvimos nuestro retiro mensual, un tiempo sereno para volver a la Fuente, que no es oasis aislado de la vida cotidiana, sino manantial que riega todo el mes y lo llena de Vida. Tuvimos, como siempre, tiempo. Tiempo para hacer silencio, para orar, para reflexionar, para escuchar al Dios que nos habita, para compartir, para celebrar... El día giró en torno a un sueño, quizá el más auténtico y profundo de quienes nos sentimos llamados a ser religiosos: el sueño de llegar a pensar, sentir y actuar como Jesús lo hizo, de llegara tener un corazón como el suyo, de configurarnos con él. Volvimos a este sueño que está en la raíz de cada una de nuestras historias vocacionales. Y lo hicimos de la mano de un testimonio vivo y cercano en quien la Palabra se ha hecho carne: el de la vida y muerte de nuestro hermano Ilde. Tenía solo 25 años: hace ocho días que murió de cáncer. Y en medio del dolor, uno siente que aún está vivo, que nos ha mostrado con su dejarse hacer cómo todas las puertas -también las del sufrimiento más profundo- pueden llevarnos al Encuentro con el Padre que nos quiere.
Venciendo el pudor y el riesgo de la temeridad, compartimos esta carta inacabada a nuestro hermano en la fe. La ha escrito Adri, pero en sus palabras caben las de toda la comunidad, también las que quedan sin decir en un silencio que lo es por exceso. Es nuestra forma de dar gracias a Dios por todo lo que ha obrado en él y de renovar nuestra confianza en que también el sueño que ha alumbrado en cada uno de nosotros, por su misericordia, lo llevará a buen término, lo hará realidad...
Martes, 31 de enero de 2012
Querido Ilde, que estás en nuestros corazones:
Hoy hace una semana que falleciste, que alcanzaste tu deseo de unirte para siempre con el Señor de tu vida. Cerraste los ojos rodeado de tus padres y tus hermanos de comunidad, después de más de un año y medio de batalla contra el cáncer, después de unos meses colmados de crecimiento, de honduras, de saltos de fe que quizá nunca imaginaste tener que dar tan pronto. Sabes bien que contemplarte durante este tiempo ha supuesto para quienes te hemos tenido cerca una experiencia sobrecogedora. Algunos hablan hoy de tu inquebrantable fortaleza, de tu valiente testimonio, de tu esperanza contra toda esperanza, de tu alegría inmaculada... hasta de un "milagro". Algo de eso debe haber en tu historia si así le ha llegado a la gente. Sin embargo -permíteme la osadía, Ilde- yo, que no niego todo aquello, prefiero contemplarte de otro modo. Prefiero, si me lo permites, verte más allá o más acá del cáncer. Prefiero hacer caso a lo que tú mismo nos dijiste el pasado 23 de octubre a quienes tuvimos la dicha de vivir a tu lado tu profesión perpetua como Hijo del Corazón de María: "El protagonista aquí no soy yo, es el Señor que nos sostiene y con Su Amor nos ayuda a llevar la cruz". Hoy prefiero dejar que tus palabras me lleven hasta ese Amor...
Tengo entre mis manos algunas de las líneas que escribiste desde el primer día que pasaste en el hospital, un mes de mayo difícil de olvidar. Recuerdo que fue lo primero que nos pediste que te lleváramos: tu Biblia y un cuaderno. No dejaste de hacer palabra tuya Su Palabra. No sabe uno donde reposar la mirada entre todo lo que relatas, a qué llamada atender de todas las que lanzas. Aunque quizá dices cosas más importantes y más rotundas, hoy cobra relieve para mí -para mi propio camino de discipulado- una frase sencilla, en la que reconozco nítidamente tu voz:
"La fe en el Dios cercano
con el que puedo hablar
de mis miedos y dudas,
de mis incertidumbres y soledades,
ha sido y sigue siendo la experiencia
que mueve mi vida hacia Dios".
Sinceramente, Ilde, ahora que has muerto -aunque nos cueste asumirlo y pronunciarlo, has muerto- no quisiera hacer de tu fe una heroicidad ni de tu corazón un estandarte. Lo que me brota de lo más íntimo cuando te recuerdo, lo que ahora más deseo es dejarme mirar por el Cristo que hizo contigo este trayecto con su inmensa cercanía. Como tú mismo insinúas y como hemos podido ver, Dios no te ha ahorrado miedos, dudas, incertidumbres ni soledades, pero -éste es el auténtico milagro- Él no te ha dejado de amar en ellas, no te ha abandonado en el dolor, no te ha soltado de su mano para que caminaras solo en medio de la noche. Por eso deseo dejar que este Cristo me mire a mí también, invitarle a venir a recorrer mi propio camino y el de todos los que le desean a su vera. Lo que busco, lo que sueño y lo que más agradezco, Ilde, es el Amor que experimentaste, el Rostro que se te volvió luminoso en tanto desgarro, el Cuerpo que te dio calor cuando estabas aterido.
Cuentan con asombro quienes han estado junto a tu cama estos últimos tiempos que no perdiste el humor ni la sonrisa, que te mostraste pendiente de los demás para que no sufrieran, que te abandonaste suavemente en el querer de Dios. Ciertamente es sorprendente que, en una humanidad herida, la vida sobreabunde. Y sé bien que todo esto es cierto: te recuerdo así durante alguna noche de hospital, durante los ejercicios espirituales, cuando te sometías a diversas pruebas médicas, cuando charlábamos o disfrutábamos del cada día en la casa de Granada. Pero, aunque no he estado próximo en todo tu itinerario, sé también de tus dolores, de tus lágrimas, de tus rebeldías, de tus incomprensiones, de tus incapacidades, de tus debilidades. Estas marcas también las has llevado en tu cuerpo y, a mis ojos, no son menos valiosas ni menos sorprendentes que tu gozo y tu esperanza en el Señor. Si me apuras -y perdona de nuevo el atrevimiento- ni esto ni aquello me ha llegado tan directamente a las entrañas como el ver tu rostro y sentir que estabas transparentando un Amor mucho mayor que tú mismo. En ti, pero más allá de ti. ¿Recuerdas la eucaristía que celebramos juntos la primera vez que regresaste del hospital? A esa emoción tuya y nuestra me refiero: Ilde, has conocido el Amor de Dios, ¿puede haber algo más hermoso?
En su anchura, en su longitud, en su altura, en su profundidad... En tu propio ser, Su Amor. Su Amor en tu historia, Su Amor en tu corazón, Su Amor en tu herida abierta y en tu cicatriz, Su Amor en tu oración, Su Amor en tu silencio y en tu carcajada, Su Amor en tu llanto, Su Amor en tu dicha, Su Amor en tu confianza, Su Amor en tu temor, Su Amor en tus ojos, Su Amor en quienes quisiste, en quienes te cuidaron... En tanto -en todo- Su Amor. Éste fue "tu tesoro", el protagonista, el que te hizo extraordinario a los ojos de muchos, el que hoy me anima a mí, sentado en mi cuarto en esta comunidad formativa, a no apartar la mirada del Amor de Cristo Crucificado.
En ti, Ilde, Dios nos ha amado, también a nosotros. Desde tu misma vida, que hoy lo es ya en plenitud, renuevo la fe en la mía, el deseo ardiente de vivir en todo de Su Amor, de caminar en diálogo de densidades con el Dios cercano, el Dios-con-nosotros. Siento que tengo que cruzar muchos abismos para entregar la vida como tú lo has hecho, que en lo más importante es donde soy más torpe, más pobre. Sé que tú también te sentiste así pero que nunca se separó Dios de tu lado. Puedo crecer en servicio, en confianza, en humildad, en compasión. Puedo vivir cada día más consciente de mi hermosa dependencia del Amor del Padre. La senda de la fe es ancha y larga... Contemplando a Dios a través de esto que ha ocurrido, Ilde, también descubro que a mis hermanos de comunidad les debo este amor de la vida diaria que los tuyos han tenido contigo y del que no siempre soy capaz. Dudo que solo con mis ganas y mis fuerzas pueda cambiar la mirada, pero tampoco en mi historia el protagonista absoluto soy yo... Confío en que su gracia bajará, como la lluvia, para sostenerme y convertirme, hasta que, como tú, hermano, me abrace al Cristo que tanto nos ama.
La última vez que nos vimos pude abrazarte suavemente: recuerdo que el corazón me palpitaba con fuerza porque no sabía cómo decirte en un solo segundo que te quería y que estaba muy agradecido a Dios por el Amor que me estaba enviando a través de ti. No pude decir nada. Sin embargo tú sí lo hiciste: me diste las gracias por haber cantado las letanías en la celebración de tu profesión perpetua. Hoy pienso que aquel día mi voz resultó bien pobre en medio de tanta intensidad y sonrío al pensar que ahora eres tú quien estás invocando a los santos con tu mejor voz para que no nos desamparen. Ahora eres tú quien oras a Cristo por nosotros, para que no se nos cubra el tesoro de herrumbre, para que vivamos hasta el fondo nuestra vocación misionera, para que ningún día de nuestra vida nos falte Su Amor, para que siempre encontremos sus huellas en nuestro camino. Cómo es la vida desde Dios, Ilde,... Aquí te dejo esta carta: quizá debía haberse quedado entre nosotros, en la íntimidad de la comunión, pero he querido abrirla al mundo como tú quisiste abrir tu corazón. Y la dejo inacabada: espero poder entregártela en persona algún día, en que por fin pueda decirte lo que no salió de mis labios durante aquel abrazo:
Gracias, Ilde. Por Su Amor...
Adri, cmf