Supieron poner el cuenco boca arriba,
los sueños boca arriba,
los ojos boca arriba,
las ganas boca arriba,
los deseos boca arriba,
los esfuerzos boca arriba,
los miedos boca arriba,
los pasos boca arriba,
los días y las noches boca arriba,
los labios boca arriba,
los duelos boca arriba,
los retos boca arriba,
el cuerpo todo boca arriba,
sus vidas y sus nombres boca arriba.
La lluvia temprana cayó sobre su cuenco
y rebosó el agua por todos los costados.
Cosecharon los cestos la más dorada avena.
Se colmaron los frascos de perfume.
Hacia el yermo cayó el agua precipitadamente.
Rodaron los cestos, rendidos por la gracia.
Todo quedó arrodillado ante el maestro.
El perfume alcanzó los pies cansados
y se volcó el cuenco en torrente de servicio.
El Señor les dio piernas de gacela,
les hizo caminar por las alturas.
Y derramarse sin medida.
Y agacharse hasta tocar el suelo,
el suelo del suelo,
la tierra de la entrega,
el polvo del dolor:
amor que no se agacha no es amor.
Alegres y encendidos nos esperan,
su cuenco boca arriba guarda nuestros rezos,
su cuenco abierto acoge Sus misterios,
su cuenco derramado esparce la cosecha.
Su vida transparente, que puede ser la nuestra.
Ya todo en ellos apunta hacia lo alto,
su amor enhiesto dura para siempre.
Y el nuestro se levanta esperanzado,
se abre enamorado,
se agacha decidido...
¡También en nuestras manos vive un cuenco!