Gente.
Mochilas. Palabras. Espera. Segovia. Calor. Banderas. Cantos. Alegría. Muchos.
Silencio. Colores. Sonrisas. Madrid. Deseos. Iglesia. Corazón.
La JMJ ha sido tantas
cosas… Yo he tenido la suerte de vivirla desde muchos frentes. Como joven. Como
claretiano. Como acompañante. Como peregrino. Como huésped. Como espectador.
Como protagonista. Como hermano. Y, sobre todo, como hijo de Dios. Al evocarla
ahora se mezclan desordenadas todas las perspectivas, las experiencias, las
emociones, las personas… Y pienso inevitablemente que, con el paso del tiempo,
la JMJ Madrid 2011 se recordará por los grandes eventos, por la ingente
multitud coloreando cada rincón de la ciudad, por el silencio sobrecogedor de
Cuatro Vientos, por los discursos de Benedicto, por el encuentro con creyentes
de todo el mundo, por las altas temperaturas, por la música, por el cielo de
Madrid. En todo ello me descubro y me reconozco. Y, sin embargo, para mí la JMJ
ha sido otra cosa. Ha sido una cuestión de mirada. Me di cuenta el día 20, al comenzar
la mañana. El Papa quiso celebrar una eucaristía con seminaristas de todo el
mundo en la catedral de la Almudena. Aunque hace algunos años nunca lo
hubiera imaginado, yo estaba allí aquel día. Con un detalle añadido: de entre
los miles de jóvenes que quisieron participar, tuve la fortuna de poder estar
dentro, en el cuarto banco, a unos pocos metros del altar. Apenas había dormido
tres horas, pero estaba allí. Y entonces lo supe. La fe, como la vida, es una
cuestión de mirada. Aunque muchos se le figuren muy poderoso, Benedicto me
pareció sumamente débil. Subió al presbiterio con dificultad, caminaba
lentamente, la cruz se le vencía, le temblaba la voz, apenas sí podía mover el
incensario. Desde tan cerca todo se ve distinto. Por primera vez, el Papa me
pareció un anciano de ochenta y cuatro años, un hombre frágil al que una
aventura como la JMJ debe suponerle un esfuerzo ímprobo. Me lo dijeron sus
ojos. Su cuerpo no le daba para más. Probablemente, tampoco su timidez. Y, sin
embargo, se estaba deshaciendo con la mirada para todos nosotros. Había en sus
ojos alegría, ternura, esperanza, lucidez, hondura, agradecimiento y un brillo
que no es de este mundo. En medio de su debilidad, el Amor le estaba haciendo
fuerte. Para entregarse, para darnos lo mejor de sí.
Cuando salí de la Almudena dejé de pensar
en la JMJ como lo había hecho hasta entonces. Y comencé a buscar miradas. Pude
descubrir así los hilos de esta urdimbre. Me encontré con muchos ojos jóvenes,
inquietos, despiertos, emocionados, expectantes, asombrados, ilusionados,
reverdecidos, dispuestos, orantes, capaces, pacientes, compañeros, buscadores, distintos,
sensibles, llamados, unidos, enviados. En todos, un deseo de vivir en ese mismo
Amor que sostenía al Papa en la misa de la Almudena. Para entregarse. Así me
pareció verlo en los chicos a los que acompañaba, en el batallón de
voluntarios, en el trabajo sin medida de la familia claretiana, en los
religiosos, religiosas y sacerdotes con que me iba cruzando, en los grupos que
se saludaban cantando de un andén a otro del metro, en la paz de los templos, en
la buena voluntad de mucha gente ajena a nuestra fe, en la celebración de la
belleza y la bondad de nuestro Dios, en la Iglesia arrodillada ante el
Santísimo. En tantos ojos, veía también mi corazón. Veía, como tantas otras
veces, el misterio de este encuentro del hombre con su Padre. Y sí, hay mucha
torpeza en nuestra forma de vivir la fe y el amor, pero también había un pedazo
de cielo en todas esas miradas. Ojalá también en la mía.
Gracias, Padre.
Por Benedicto.
Por esta Iglesia nuestra.
Por
descansar en nosotros tu mirada.
Adri, cmf