A ti, que buscas un nuevo corazón,
Cuando era pequeño soñaba con hombres de fuego. Hombres de corazón ardiente que cruzaban mares y atravesaban fronteras guiados por un deseo común. Dejaban su casa y abandonaban su tierra para entregarse a un destino incierto, pero preñado de una Promesa. Cuando ellos volvían, su rostro era luminoso y su sonrisa desvelaba el acierto de su vida. Sabían que no se habían equivocado. Que sus frágiles manos portaban algo más que su debilidad y que su mirada era mejor si primero la fijaban en el Hijo de la Madre buena. Eran grandes hombres, «amigos fuertes de Dios», que hicieron de sus manos la prolongación de los brazos maternos de la mujer que hoy recordamos. La mujer del Corazón entregado. La mujer del Corazón en alto. La mujer del Corazón de Madre. Sus hijos traían la buena noticia de que merece la vida escuchar la Palabra y cumplirla. Habían encontrado un Tesoro y poco era lo que les apartaba de él. Y ellos, que quizá nada más tenían asegurado, no dejaban de regalarlo a manos llenas.
Se adivinaba en su rostro el color de las gentes de África, la vida vibrante de Latinoamérica, la honda sabiduría de Asia o la enigmática cotidianeidad de Europa. Su mirada rescataba los signos de la presencia de Dios allá donde veían. Y como la mujer del Corazón ardiente, le descubrían en lo pequeño. En los niños que llevan el agua a sus casas, en las mujeres que se desviven por el hogar, en los hombres que cultivan el arroz, en el silencio incomprendido del primer mundo. Sus hijos, aquellos misioneros, no dudaron en ofrecer su corazón como Ella lo hizo. Bastó un «sí», un «hágase», para que el milagro irrumpiera. Y la promesa se volvió a cumplir. Ya su corazón no era para sí mismos, ni para su tierra, ni para su casa. Su corazón era para todo aquel que llegaba fatigado del camino, herido en la batalla o buscando, sencillamente, un suelo firme donde habitar. Y como la Madre, lo acogían en su casa. Porque de la del Corazón de fuego aprendieron a ser hogar de la Palabra, refugio del necesitado, reflejo del Dios que tanto nos ama.
Los hijos de la del Corazón ensanchado supieron encender el fuego del deseo de tener un mismo corazón en otros. También en mí. Avivaron las ganas de tener un corazón más grande, más amable, más libre. Grande, para acoger a tantos. Ancho, para que todos cupieran. Libre, para no hacer distinción. Y empecé a querer vivir de un corazón misionero. Como el suyo. Como el de Ella. Y Dios, que vio que era bueno, siguió tejiendo este sueño en mis entrañas. El sueño que superó todos los proyectos anteriores y los grandes deseos de la adolescencia. El sueño que me lleva a escribirte estas líneas. Hoy soy hijo del Inmaculado Corazón de María. Hoy mi sueño es seguir apostando por cruzar los mares y atravesar fronteras para llevar a tantos lo que el Corazón de María me enseñó: que Dios te encontró antes de que tú le buscarás, que te espera para seguir amando, que te sueña antes de que tú lo desees. Como lo aprendí de aquellos hombres de fuego, aquellos de corazón ardiente.
De pequeño soñaba con un corazón así para mí. Ahora lo pido para ti. Porque seguro que tú también sueñas con un corazón más grande, más amable, más libre. Porque seguro que también dentro de ti, tu corazón late a ritmo misionero... ¿Por qué no escucharlo hoy, mañana, siempre? María, la del Corazón ardiente, te enseñará cómo. Y en él, todas las voces y todos los gritos del mundo que esperan una Buena Noticia... ¿y si fuera tu corazón el que falta?